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Ética perversa:
hedonismo y trasgresión1
Dr.
Juan José Ipar2
Vamos aquí a ocuparnos
de algunas características de la ética que exhiben y gustan
exhibir algunos sujetos perversos, así como de la manera en
que su postura ética se imbrica con una suerte de doctrina de
los placeres y haremos-¡cómo evitarlo!- una comparación con
los sujetos neuróticos y psicóticos.
Entre el placer (Lust)
y el goce (Genub)
La distinción entre
placer y goce tal como la utilizamos hoy en día por influjo de
Lacan no existe en Freud, quien sí usa ampliamente ambos
términos, Lust y Genub, disponibles en la lengua
alemana. Freud no los opone a la manera lacaniana, sino que,
más bien, los emplea casi indistintamente e, incluso, los va a
aparear con otros opuestos. Un par de opuestos muy conocido es
el de placer/displacer (Lust/Unlust), como dos
principios del funcionamiento mental, y el otro es el de
goce/trabajo (Genub/Arbeit), tal como aparece en El
porvenir de una ilusión. En dicho texto, Freud imagina
tímidamente una sociedad futura en la que la cultura no será
impuesta a los sujetos por la violencia sino por el amor y en
la que estarán reunidos por fin sin contradicción el placer y
el trabajo.
Para Lacan, en cambio,
hay una oposición clara entre placer y goce (jouissance).
El placer, como Principio de Placer, está del lado de la
neurosis y condena al neurótico a una perpetua búsqueda del
objeto perdido (objet perdu) de la mítica y freudiana
experiencia de satisfacción (Befriedigungserlebnis). Lo
importante es que, en la neurosis, el objeto primitivo- que
Lacan denominará la Cosa- está irremediablemente perdido a
causa de que la metáfora paterna ha relegado al Significante
materno bajo la barra de la represión (Verdrängung).
Por ello es que el amor se vuelve imprescindible, pues permite
al sujeto reencontrar, aunque sea imaginariamente, dicho
objeto perdido o, al menos, un sucedáneo equivalente. El amor
se nutre de la sublimación y es por tal motivo que Lacan dice
de esta última que consiste en elevar un objeto cualquiera a
la dignidad de la Cosa. La sublimación es, como se ve, un
quid pro quo, tomar una cosa por otra, por la Cosa, sólo
que- pequeño detalle- dicha confusión cambia el signo del
encuentro con el objeto, que de ser ominoso y angustiante pasa
a ser egosintónico y placentero. En otro lugar (Seminario 7),
Lacan relaciona el Principio de Placer con la noción
aristotélica de autómaton, término que conviene
traducir como espontaneidad, una especie de azar más allá de
toda intención expresa por parte de un sujeto. Esto quiere
decir que el Principio de Placer funciona en el sujeto sin
deliberación e independientemente de su voluntad; busca su
objeto erótico sin saber a ciencia cierta qué es lo que busca
ni porqué encuentra lo que encuentra. En Freud (La Dinámica
de la Transferencia, 1912), encontramos también la idea
de que emergemos de la infancia con un Klischee que
domina nuestra vida erótica y sentimental y que dicho
Klischee será eventualmente la clave y el modelo (Vorbild)
de los procesos transferenciales.
El goce, en cambio, está
del lado de la psicosis y representa un intento del sujeto de
ir más allá de lo que permite el Principio de Placer y
alcanzar la Cosa u objeto incestuoso primitivo. Tal
tremendidad es posible- por así decir- debido a que la
pantalla protectora de la metáfora paterna no se ha instalado
en el sujeto y se trata más bien de que éste queda expuesto a
la proximidad de la Cosa, que desestabiliza su relación con la
realidad consensuada.
La posición subjetiva
del perverso
El problema para
nosotros surge a partir de una definición paradójica que los
lacanianos dan del goce al definirlo por medio de una fórmula
que reza: Lust im Unlust, placer en el displacer. Ello
implica que el goce (Genub, jouissance) es un
tipo de placer y que entre placer y goce no hay oposición
excluyente sino una relación de género y especie en la que el
placer es el género y el goce una de sus especies. La
sorprendente idea de que algo displacentero es buscado por el
sujeto como si encontrase en él un placer resulta siempre
difícil de explicar, por más que la clínica atestigüe
sobradamente que de alguna manera las cosas son así.
Masoquismo primario, pulsión de muerte, transferencia
negativa, envidia primaria, autodestructividad y el goce
lacaniano son los artefactos teóricos que la tradición
psicoanalítica ha acuñado para dar cuenta de dichos fenómenos
mórbidos. En este sentido, el goce no es privativo de los
psicóticos y tropezamos muchas veces con expresiones como el
goce histérico o el goce neurótico que dan a entender que
también los neuróticos se aferran a situaciones displacenteras
como si encontrasen en ellas alguna indescriptible delicia.
La definición del goce
como Lust im Unlust es, entonces, aplicable a todos los
seres humanos sin distinción y deberemos buscar una fórmula
exclusiva para los psicóticos, tema sobre el que volveremos
más adelante. Lo que aquí nos interesa es la posición
alcanzada por los perversos en relación al placer, goce o como
se lo quiera denominar. Freud admitía que los perversos gozan
más que los neuróticos, con lo cual convalidaba lo que los
mismos perversos aseguran, a saber, que ellos sí han alcanzado
algo así como la cumbre del placer, cosa que los convierte en
maestros de la sexualidad y en propietarios de un saber acerca
de tales lides muy superior al de los comunes mortales. Freud
atribuía tal plus de placer al hecho de que la represión no
funcionaría en los perversos tal como lo hace en los sujetos
neuróticos, aunque no deja de aclarar que la represión debe
ciertamente hallarse presente en ellos: los fetichistas
ignoran la significación (Bedeutung) de su fetiche.
Tanto, entonces, no saben.
De todos modos, es
difícil señalar cuál es la posición del sujeto perverso frente
al placer: no hay goce en el sentido de pretensión de alcanzar
la Cosa como reza la fórmula para los psicóticos, pero su
búsqueda de objetos es tan estereotipada como la de los
neuróticos, lo cual obliga a pensar que algún tipo de *autómaton
se ha instalado en ellos y que, por tanto, su deseo se halla
acotado por alguna figuración de la Ley. Siempre se habla de
la identificación del perverso con el freudiano padre de la
horda, con un Uno incomparable, que no admite restricciones en
su goce. Pero el padre de la horda es el dueño de todas las
mujeres, no un sujeto incestuoso que toma posesión de su
madre. La figura de la madre está reemplazada por el conjunto
equivalente conformado por todas las mujeres. El neurótico
seguiría una línea de equivalencias cada vez más acotadas: de
todas las mujeres pasa a algunas mujeres y, finalmente, a
una mujer leído como esta mujer (exogamia, matrimonio
monógamo, voto de fidelidad, etc.). En realidad, la toma de
posesión de la madre no se verifica nunca y está claro que
entre los psicóticos es más bien la madre-Cosa la que se
posesiona del hijo y lo controla a piacere.
Según parece, hemos de
admitir que esta identificación con el padre primitivo salva
al perverso de la Cosa materna y le permite conservar una
relación estable con la realidad. Así pues, el perverso de
algún modo pretende situarse del lado de un goce irrestricto-
dicen ser libres en cuanto a su deseo-, aunque, por otro lado,
la rigidez del acto perverso en cada caso es tal que nos
conduce a sospechar de sus palabras y nos plantea la necesidad
de ponerlas en perspectiva.
Estas dificultades se
aclaran un poco cuando vemos cuál es la relación del perverso
con la Ley, en cómo se ha verificado en él la metáfora paterna
(instalación de una represión en su psiquismo en clave
freudiana) y qué avatares sufrió su identificación primaria
con el padre primitivo. Dice el marqués de Sade: cualquier
cosa menos el pene en la vagina[pido disculpas por citar de
memoria]. Con ello, marca claramente que sabe muy bien que la
Ley moral sexual limita la sexualidad al acto procreador, esto
es, al coito heterosexual. Pero se resiste a dicho mandamiento
y genera otro exactamente opuesto: la consigna perversa de
alguna manera reproduce irónicamente el mandato social y
encuentra su razón de ser en su trasgresión. Siguiendo la
línea freudiana de la renegación (Verleugnung) de la
castración y el horror a la vagina, surge el problema de qué
hacer con ésta. En Justine, se propone transformarla en
un ano, rellenándola de excrementos y succionándola luego. En
La filosofía en el tocador, se opta por una solución
más radical. Cuando la madre aparece buscando a su hija, es
torturada, ofendida y vejada de mil modos hasta que se llega
al acmé del desenfreno en el momento en que los libertinos
presentes deciden suturar su vagina, suprimiendo por tal medio
la causa última del horror que subyace al goce perverso.
Piera Aulagnier (La
estructura perversa) señala que el sujeto perverso ha
quedado atascado en el horror a la vagina sin poder
transformar el horror inicial en fascinación por medio del
juego infantil ( el famoso juego del doctor, que no es sino
una mutua y reiterada mostración del genital entre niños y
niñas). Esto justificaría que se diga que las perversiones son
exclusivamente masculinas y que el rol de las mujeres se
limita a permanecer en un segundo plano y dirigir las
acciones desde las sombras de manera inquietantemente parecida
a lo que señalamos más arriba acerca del psicótico y su madre.
En Las relaciones peligrosas de Ch. de Laclos, vemos
cómo Valmont cree y hace creer que es un seductor invencible
para luego caer en la cuenta de que no es más que una
marioneta manipulada por la maquiavélica marquesa de Merteuil.
Se patentiza cómo ese sujeto supuestamente libre y omniscio
trabaja para el goce del Otro, encarnado por la mortífera
marquesa, por lo cual vemos también en qué medida Sade
acertaba en identificar a la figura de la madre- una madre
arcaica y voraz- como el verdadero enemigo que debía
enfrentar. En otra parte ya hemos visto cómo la madre del
perverso es un desierto de goce y cómo la promesa (Versprechen)
del don fálico no se verifica adecuadamente y el futuro
perverso tiene que vérselas solo con la resolución del enigma
del goce fálico.
El placer perverso
Como consecuencia de lo
ya dicho, concluiremos que los placeres de la perversión serán
una fiel imagen especular invertida de cuantos placeres se
hallen a mano de un neurótico. Mientras el neurótico goza
inconscientemente con la renuncia (Verzicht) al objeto
perdido y sus síntomas vienen a ser una perpetua conmemoración
de dicho acto de desprendimiento, y aun de apostasía, el
perverso hará gala de un desenfreno opuesto a la renuncia
neurótica. Se ven a sí mismos como seres exuberantes y
astutos. Sade se preguntaba cuál era la utilidad de vivir
refrenando los impulsos innobles y malvados: lo mejor y más
fácil es darles curso y utilizar luego la inteligencia para
escapar al castigo. Así como el cristiano ha de imitar a
Cristo como ejemplo supremo de sumisión a la Ley y
mansedumbre, el perverso se regodeará en la trasgresión y
rebeldía ante todo lo instituido y reputado socialmente como
valioso. Alguien dijo alguna vez- creo que Racamier- que no
hay histéricas en una isla desierta, debido a la falta de un
público que asista a la exhibición de sus martirios o que
aprecie sus polifacéticos encantos. En realidad, en una isla
desierta no hay nadie, lo que se quiere decir es que una
Robinsona no tendría ante quién mostrar lo suyo y por ello lo
suyo, la histeria como espectáculo, perdería su razón de ser.
Siguiendo esta idea, tampoco habrá perversos en una isla
desierta, puesto que, evidentemente, necesitan a por lo menos
un neurótico cerca para marcar sus diferencias y establecer su
superioridad. Estos imitadores de Lucifer viven de aquellos a
quienes denuestan y a quienes burlan continuamente. No pueden
dejar de hacerlo puesto que su posición subjetiva es puramente
reactiva y completamente artificiosa. ¿Qué sería de ellos si
no pudiesen escandalizar a personas sensatas y normales?
Para su suerte, eso nunca pasará.
Es frecuente observar
que el placer está en muchos perversos como mentalizado y
considerablemente alejado de cualquier sensación grata
producida por el frotamiento de alguna mucosa. El placer en la
humillación es un buen ejemplo: Piera Aulagnier lo considera
uno de los logros de la perversión: transformar la humillación
en valoración narcisista, lo mismo que el dolor en placer,
etc.. Lo que no logra es transformar el horror y por ello lo
reproduce adoptando, como decía Freud, una actitud activa en
vez de pasiva. La novela gótica del siglo XVIII (época tardía
y decadente del movimiento libertino) exaltaba lo horroroso
como valor estético y sus heroínas deambulaban desesperadas
por lúgubres y húmedas mazmorras y, entre larvas y carnes
putrefactas, eran sometidas a crueles tormentos, parodiados
por Sade en Justine. El gusto por lo escabroso,
presente en todo aquel que se tome el trabajo de hacer un poco
de sincera introspección, es llevado al límite y el placer es
sacar a la luz y exhibir al detalle estas inconfesables
verdades que todo el mundo oculta. El perverso aparece en sus
dichos como el que es valiente y se atreve a experimentar
placer allí donde se supone que el placer nace, en la maldad.
Avanza triunfal allí donde el neurótico retrocede debido al
espanto y en esta valentía y superioridad está sostenido
como sujeto. Es, en lo esencial, lo mismo que le pasa a esos
moralistas recalcitrantes, tan cercanos a la perversión,:
ellos también triunfan- esta vez sobre las exigencias de la
carne- allí donde la gente común se tienta y peca. Al igual
que los perversos viven de aquellos a los que exhortan y
persiguen y su estructuración mental es por completo reactiva
y falsa.
Ahora bien, ¿es el arte
de los analistas un arte perverso? ¿Se trata en un análisis de
contactar al sujeto con sus deseos infantiles y perversos a
fin de que éstos sean liberados? ¿Es una ética perversa la tan
cacareada ética del psicoanálisis? Son, desde luego, preguntas
retóricas puesto que las respuestas son obvias, pero si las
hacemos es porque hay efectivamente un tufillo en muchos
escritos analíticos en los que, en ocasiones no muy
sutilmente, se desliza la idea de que el psicoanálisis es
revolucionario, contestatario y subversivo del orden
instituido. El psicoanálisis es corrosivo como todo análisis
que va de lo superficial (manifiesto) a lo profundo (latente):
cualquier saber que profundice en un tema acaba descubriendo
que las cosas no resultan ser como parecían inicialmente El
psicoanálisis es, pues, corrosivo y en esa corrosión puede
caer la revolución, la piedad, la fe o lo que sea, a excepción
del lecho de rocas famoso según éste se presente ante cada
cual.
Los perversos y los
psicoanalistas están habituados a manejarse en ese difícil
límite entre el bien y el mal sólo que aquellos proclaman con
soberbia su pretensión de haber llegado hasta el final de la
sexualidad y de la mismísima naturaleza humana, que, por
supuesto, es malvada. Pero, ¿es que hay en verdad algo como la
naturaleza humana o es que, más sencillamente, se trata de
la necesidad que toda moral tiene de suponer que el hombre es
malo o tiene una predisposición natural a la maldad y debe,
por tanto, ser educado y mejorado en forma compulsiva. ¿No era
que éramos una tabula rasa al nacer, o bien, si es que
hay ideas innatas, no fue Dios mismo quien las inscribió en lo
profundo de nuestras almas? En ninguno de ambos casos el mal
es un dato inicial inherente a nuestra humana condición, como
se pretende asegurar. El perverso se vuelve perverso porque no
cree en el bien. El marqués lo dice en alguna parte: no vale
la pena producir placer en los demás porque suelen fingirlo
hipócritamente, es más seguro producir dolor porque, en ese
caso al menos, uno puede estar razonablemente seguro de qué es
lo que está produciendo. La hipocresía, el fingimiento y la
falta de toda garantía en cuanto a la verdad de lo que se nos
dice es lo que arrastra al perverso a la perversidad. No
funciona para él el discurso de la promesa (Versprechen)
por el cual el niño accede a aplazar (aufschieben) su
goce fálico. Lo irónico, lo que se oculta, es que el
aplazamiento es necesario por cuanto el goce fálico no está
biológicamente al alcance del niño y la pequeña comedia de
prometer a cambio de un aplazamiento es un completo artificio
en la medida que el padre prometedor pareciera suponer que el
goce fálico sí estuviese al alcance del niño. Este vital juego
de medias verdades ha de prolongarse por años- una eternidad
en la óptica perversa- hasta que el goce fálico ante la mujer
puede ser enfrentado por el joven varón. En el perverso, el
padre real no funciona como el arquetípico dueño de todas las
mujeres ni como inigualable maestro de la sexualidad y no hay,
por ende, una verdadera identificación inconsciente con él,
sino que el niño lo sustituye y asume, ya en la infancia, ese
rol de Gozador absoluto. Y lo hace como puede: básicamente en
función de la omnipotencia anal, tal como lo describen tantos
trabajos de la escuela kleiniana.
Una digresión
pertinente. Ir hasta el final en el análisis es todo un tema
para los analistas. Freud lo veía como una imposibilidad: la
aceptación de la castración encuentra su límite en el famoso
lecho de rocas, límite en el cual el trépano psicoanalítico
se vuelve ineficaz, la transferencia se negativiza y el
paciente se las ingenia para dar por terminado el análisis.
Lacan, lúcido lector, propone algunas fórmulas (atravesar el
fantasma, pasar de la posición de analizante a la de analista,
por ejemplo) que permitan pensar un verdadero fin de análisis
y superar la decepcionante idea de que los análisis no
terminan en verdad sino que simplemente se interrumpen en
algún punto más o menos crucial. Hubo una época militante y
perversa del lacanismo en el que se propalaba alegremente
que se podía y que había que ir hasta el final, aunque hoy
en día tanto optimismo ha retrogradado a posiciones menos
ambiciosas.
Lo perverso del
perverso, lo dijimos, es la perversidad, esto es, la voluntad
plenamente conciente de torcer la ley e incluso la lógica. Y
disfrutarlo o, cuando menos, dar a entender- fingir ante su
público- que disfruta de esa permanente violación de las
reglas. ¿Cuándo cae Valmont de su posición de libertino
gozador irresponsable? No cuando lo desafía la marquesa, sino
bastante antes, cuando cae enamorado de la Presidenta Tourvel.
Al enamorarse, Valmont quiebra la ley del libertino y a partir
de allí su caída se vuelve inevitable. No sabe cómo responder
al amor de Mme. Tourvel: él sólo sabe seducir, burlar y huir,
pero percibe y aprecia el amor que se le brinda. Como
Nosferatu, es destruido por el amor de una mujer honesta que
lo ama apasionadamente. Cuando Valmont tropieza con una pasión
sincera, no sabe cómo resolver su ligazón perversa con la
marquesa y pasa a comportarse como un autómata. El amor es lo
más detestado y satirizado por los perversos, quienes
aprovechan ampliamente dicha necesidad neurótica que no es
otra, como lo señalamos más arriba, que la de reencontrar
aunque sea un rasgo del objeto perdido primitivo de la
mitológica Befriedigungserlebnis.
No hay, entonces, placer alguno en la
perversión como no sea el de contestar con grandilocuentes
goces a los pobres placeres que se hallan al alcance de sus
primos neuróticos. Pero, aunque parezca una nimiedad, si se
reflexiona con atención, se verá que hay un continente de
placeres que explorar y puede decirse que algunos perversos
cargan sobre sí la importante función social de ser una suerte
de adelantados que vuelven admisibles placeres otrora
prohibidos a los neuróticos. Y es menester confesar que
también todo neurótico necesita cerca a alguno que pase por
perverso para espeluznarse y escandalizarse a gusto y poder
decir yo no soy como ése. Entre los dos hacen uno, que no es
poca cosa.
Notas al pie:
1 Mesa Redonda Psicopatía – Tema: «El
Melancoloide» A.A.P. Octubre de 2002.
2
Dr. Juan José Ipar Psicoanalista, Filósofo, Cátedra de
Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad de
Buenos Aires