Carta
La
batalla
PRIMERA PARTE
Conocí a G. en una esquina una noche de verano
(sí, como ‘sueño de una noche de verano’)
de una forma que siempre me pareció mágica,
por lo casual de que todo se diera de ese modo. Esa manera
de conocernos signó en parte nuestro vínculo
(estábamos ‘destinados a encontrarnos’), y volvíamos
a esa escena originaria una y otra vez en los tantos años
que recorrimos estando en contacto (12). Yo en ese momento
estaba divorciada ya de mi primer marido, tenía
2 hijos chicos (de cinco y de tres años) y mi divorcio
había sido traumático porque, palabras más
o menos, mi marido se había ido con otra y me había
dejado con mi hijo menor de un mes y medio, diciendo entre
otras cosas lindas que no estaba preparado para ser padre
y venía a descubrirlo de esa forma (este primer
marido mío había sido mi novio del secundario,
y cuando nos separamos llevábamos diez años
juntos). Ese divorcio me dejó hecha bolsa, sufrí
más de un año por él, luego tuve
algunos amoríos pero nada importante.
Esa noche de enero en que conocí a G yo venía
de cenar en lo de una amiga a encontrarme con otra amiga
en un bar cercano a su casa. Llegué algo tarde
y me puse a esperarla -como era tarde, ella ya había
pasado por ahí pero se había ido al no verme.
Todavía no teníamos celulares-. Cerca de
la una de la madrugada supuse que no vendría pero
igual me quedé sentada ahí afuera, en una
mesa que estaba justo en la esquina de Mansilla y Salguero.
Yo tenía puesto mi disc man y oía música.
G venía por Salguero con su camioneta y, según
él, tocó bocina para llamar mi atención
cuando estaba esperando que cambiara el semáforo.
No oí nada, pero casualmente giré la cabeza
y lo vi haciéndome gestos -sonreía y abría
las manos como diciendo ‘no se puede creer’ mientras movía
la cabeza de un lado al otro- Fue una ráfaga (de
ametralladora, pensé después) porque enseguida
arrancó, pero llegué a sonreírle
y pensé ‘qué tipo tan lindo’. Aclaro que
yo no solía levantarme gente por la calle, ni volví
a hacerlo nunca más después de él.
Fue una de las tantas cosas que hice sólo con él.
Creí que había sido como tantos otros que
pasan, pero a los diez minutos volvió. Caminando
y con su perro, un doberman negro muy hermoso. G vivía
ahí en el bulevar, a una cuadra de donde yo estaba
sentada y había venido a ver si todavía
estaba ahí. Siempre nos pareció fabuloso
a ambos que todo se haya dado así, que por minutos
azarosos nos hubiéramos cruzado. Cuando lo vi me
dio gracia y ansiedad, nada de miedo -raro, porque era
la madrugada y él era un desconocido. G. era muy
buen mozo: una cara muy varonil, hermosos ojos oscuros
y melancólicos, largas pestañas, el pelo
apenas entrecano, barbita de dos días, alto, delgado,
manos fuertes y grandes. En resumen, empezamos a charlar
-lo dejé sentarse conmigo-, luego caminamos un
poco, luego seguimos charlando, a eso de las 5am me dio
un beso y cuando amanecía ya me tenía en
su cama. Recuerdo que logré pensar qué mierda
hacía yo con un desconocido en su departamento
sin que nadie supiera dónde estaba, completamente
a su merced. Pero ‘no sé por qué’ supe que
no me haría mal y que con él estaba a salvo
(¡!!!) Otra ‘casualidad’: esos días yo estaba
leyendo la novela ‘Trastorno’, y con ella en la mano anduve
con él toda esa noche. Un símbolo. En nuestra
conversación hablamos de libros, él mencionó
un libro de Toni Morrison que supuestamente estaba leyendo,
yo lo había leído en Literatura Norteamericana
(hice la carrera de letras) y pensaba que él sería
un tipo lector para comprarse ese libro. Se lo había
comprado porque era el último premio nobel y no
había leído ni la mitad. Lo menciono porque
hubo toda una ‘imagen’ de él que yo me hice y que
no era tal, como si se tratara de un usurpador, un farsante
-pero era encantador, y me quería de un modo voraz,
sin histeriqueos ni cuidados, entonces cuando fue diciéndome
algunas verdades no me importaba en absoluto nada de nada.
Ni pude actuar en consecuencia con las que yo percibía.
A las 6 y pico le dije que tenía chicos y me tenía
que ir a mi casa (mientras le aclaraba ‘nunca hice algo
así’ por si me creía alguna clase de puta.
Después -mucho después- supe que él
debía haber sabido bien que no lo era porque solía
andar de putas y enfiestarse, por lo que habrá
percibido inmediatamente quién era yo) Él
se ofreció a llevarme y tampoco dudé: subí
a su camioneta y vio dónde vivía. Además,
intercambiamos teléfonos. Él fumaba Imparciales,
pero tenía un atado de unos cigarrillos españoles
y me lo dio, junto con unos anteojos negros, ‘para que
cuando me despertara supiera que todo había pasado
de verdad’. Quedamos en vernos esa noche para cenar. Yo
estaba en una nube de pedo: no podía creer haberme
encontrado un tipo así (lindo, con guita -camioneta
nueva, camisas caras, los cigarrillos españoles-,
y sin histeriqueos: nos gustamos, salimos, listo). A las
9 tenía que pasar por su casa y tocarle el timbre.
Eso hice, no entraba en mí de la emoción.
Primer susto: no atendía. Toqué varias veces,
nada. Me volví loca ¿me habría estado
jodiendo? Fui al bar de la esquina a llamarlo por teléfono,
no atendía. Él tenía celular pero
me había dicho que ese número no me lo podía
dar (después me explicó, cuando supe a qué
se dedicaba, que era una línea ‘sucia’) Me desesperé,
volví a la puerta de su edificio. Y ahí
estaba, taconeando de nervios, cuando lo vi llegar. Muchas
veces hizo referencias risueñas a cómo estaba
yo aquel día dando pataditas en el piso mientras
tocaba el timbre, por lo que supuse que unos minutos antes
de aparecer me había estado observando. Me explicó
que había tenido que salir y a mí de sólo
verlo se me pasó la rabia, esa noche comimos afuera
y dormimos en el Wilton -no en su casa- La siguiente noche
también -después supe que un negocio había
salido mal y había querido desaparecer unos días,
por lo que ese viernes me invitó a la quinta que
le prestaba una amiga. Él iba a quedarse ahí
toda la semana. La amiga trabajaba con él y habían
sido amantes años antes, pero por supuesto, como
todo, lo supe tarde. Yo no podía quedarme tantos
días por mis chicos, así que estuve un par
de días con él y a mitad de semana me pagó
un remise para que fuera a pasar otro día. Disponía
siempre de mucho efectivo, dejaba propinas enormes, no
reparaba en gastos. Era encantador: decía que yo
era especial, hermosa, que cuando me había visto
sonreir había pensado ‘no me puedo perder a esta
mujer’, que se había enamorado de mí sólo
de verme, cocinaba para mí, hacía el amor
como los dioses, y parecía querer todo, de un modo
absoluto, sin reparos ni cuidados: la primera noche que
estuvimos ahí en la quinta no me podía dormir
de la felicidad, me pasé la noche entera mirándolo
..Ya
la segunda o tercera noche que compartimos me había
contado su historia; huérfano de padre desde los
7 años (su padre era ladrón de coches y
lo habían matado en un ajuste de cuentas), con
una madre que se había casado cuatro veces más
y había tenido hijos con cada marido, hijos que
a su vez se quedaban con el padre o los abuelos cuando
se separaban, mientras que él siempre andaba con
ella para todos lados, perdiendo casas hermanos y padrastros
-aunque lo dejaba mucho solo porque ella trabajaba para
televisión y casi nunca estaba, él se había
criado muy solo-; su hermanastro más querido había
muerto de sida unos años antes, el perro era de
ese hermano muerto. Una historia terrible. Yo había
tenido una infancia soñada, sin que materialmente
faltara nada ni sobrara tampoco, pero mimada por mis abuelos
y mis padres, con dos hermanos menores, había ido
al Buenos Aires y luego a la Universidad, lo peor que
me había pasado en la vida había sido separarme.
Me parecía que él sabía mejor que
yo lo que era la ‘vida’, lo terrible y densa que podía
ser. Inconcientemente me propuse salvarlo: yo iba a ser
la parte linda de su vida. Le iba a dar una familia, un
hogar, amor, todo lo que no había tenido. Por supuesto
no lo salvé de nada, él me hundió
a mí.
Una tarde en la quinta me dijo que me tenía que
confesar algo muy importante, dio muchas vueltas, yo temí
lo peor (no que se drogara -lo hacía y no me lo
decía-, no que robara -era ladrón, como
me confesó ese día-, no que fuera un psicópata
-lo era-) lo peor para mí era que estuviera casado
(esas escapadas a la quinta, al hotel
pensé
que tenía mujer, hijos). Tanto es así que
cuando me dijo que antes ‘hacía pisos’ (robaba
pisos cuando no estaban los dueños) y ahora robaba
más ‘de guante blanco’: estafas, de ahí
salía su dinero, no me importó tres carajos:
¿ESO ERA LO TAN TERRIBLE? ¡ era soltero!
¡Todo para mí! No me importó nada
de nada. Acá debo detenerme y decir que yo siempre
había sido una persona contestataria, peleadora,
bastante ‘liberal’, con boludeces, pero me gustaba no
seguir la corriente y creerme especial. Desde eludir trámites
que todo el mundo hacía y conseguir igual la libreta
universitaria hasta tener 10 pesos para todo el fin de
semana y gastármelos en tomar café -iba
y venía caminando, mis hijos estaban con el padre
o los abuelos- Entonces G de alguna forma encarnaba todas
esas tendencias a la enésima potencia: hacía
lo que quería, ganaba dinero, no le daba bola a
nadie, no ‘se debía’ a nadie, contestaba como el
culo a la gente sin importarle, y yo hacía cara
simpática como ‘la buena que está con el
sacadito’. Siempre jugué ese papel. Mi error fue
pensar que conmigo sería de otro modo, que yo para
él era especial. Había estado 5 años
preso por robo a mano armada. Siempre hablaba de su anterior
‘trabajo’ con algo de nostalgia, esa adrenalina de poner
el cuerpo, de que le quedara ‘la camisa empapada’ después
de cada robo.
Como novio era fabuloso: me dio un celular para ubicarme
siempre, siempre tenía una frase tierna, me regalaba
ropa, me daba dinero porque yo en esa época andaba
corta de guita
. una noche pasó a buscarme
y, cuando entré a la camioneta, estaba REPLETA
de jazmines (mi flor favorita). Llena. Había tantos
jazmines que no me podía sentar. Me dijo que había
comprado todos los ramos de tres kioscos de flores. Yo
volaba de felicidad.
G no tenía amigos. Ni uno. Sólo esta amiga,
L., con la que también trabajaba, pero de todos
modos no hacíamos con ella ninguna clase de vida
social. No veía a sus hermanastros, que habían
sido en alguna medida abandonados por su madre y que eran
bastante menores que él, pero no parecía
interesarle contactarlos. A mis instancias más
adelante el mayor de ellos vino un par de veces. A G.
yo le parecía hermosa, lo calentaba, etc, pero
a poco de estar conmigo me sugirió que a él
le gustaban mucho las mujeres con el culo parado, con
un buen culo -yo, claramente, no lo tenía. Me mandó
a hacer una especie de yoga que ‘te modelaba el cuerpo’
-él también iba, efectivamente era bueno,
pero de alguna manera no me había dejado opción-,
y me armó una rutina de sentadillas, estocadas,
etc, para que sacara más culo. Yo me rebelé
bastante ante esto, pero lo cierto es que en general terminaba
haciéndolo o haciendo que las hacía. Él
tenía cierta obsesión por el sexo anal,
práctica a la que yo nunca me había sometido.
Por supuesto, con él lo hice, aunque jamás
me gustó y aceptaba contadas veces. Eso lo jodía.
G fumaba porro. Yo jamás había fumado en
29 años, pero con él fumé sin problemas.
G consumía cocaína desde los 15 años
pero jamás me lo dijo, lo supe muchos años
después. Más avanzada nuestra relación
cada tanto traía un papel y tomábamos un
poco, y yo creía que era un aditamento, como para
otros un champagne (yo no tomo, soy abstemia) Cuando se
refería a la merca, contaba que su hermano había
sido adicto, que él en una época había
tomado, pero que siempre había podido ‘dejar’,
que nunca se había ‘enganchado’. Era mentira. El
primer veraneo su madre me dijo, en tren de confesiones,
que ella ‘había hecho de todo en la vida, pero
jamás se había drogado. Que la culpable
era L, la amiga de G. Que ella lo había ‘podrido’
‘. Yo no entendí de qué me hablaba, no quise
entender.
El porro era ‘para desestresarse’. Como yo nunca había
estado con nadie que consumiera cocaína, no distinguía
los síntomas: luego me di cuenta de que muchas
veces había tomado, y yo lo confundía con
el efecto de un vaso de whisky.
Al poco tiempo conoció a mis hijos. A los seis
meses vivíamos juntos, en un triplex con jardín
que compró y que yo había elegido. Recuerdo
de antes de la mudanza dos hechos: cuando iba a conocer
a su madre, él arregló con ella por teléfono
en mi presencia. Recuerdo que le dijo «Quiero presentarte
a mi novia, decime un lugar donde se coma bien».
La madre le contestó, no sé qué lugar.
Él insistió «Ahí se come bien?»
La madre, entiendo, contestó que sí. Y entonces
él dijo «¿Y para vos qué mierda
es comer bien?» Ése es un ejemplo perfecto
de cómo se comunicaba paradójicamente: le
contestaras lo que le contestaras salías mal parado.
El otro hecho fue que una tarde no me llamó ni
se comunicó conmigo. Yo tenía las llaves
de su casa y habíamos quedado en vernos, fui. Encontré
sobre la mesa un sobre con fotos reveladas donde había
minas -putas- en bolas, o en bombacha y corpiño,
posando, ahí en su departamento. Me indigné.
Cuando llegó estaba pasado (ahora supongo que había
tomado cocaína): venía de ‘festejar’ con
su equipo, habían ganado mucha plata (50000 dólares).
Yo quería hablar, furiosa. Él no me dio
ni bola, se tiró en la cama y se puso a roncar.
Hablé sola un buen rato, lloriqueé, seguía
durmiendo. Me fui con una amiga a tomar un café,
volví a las 5, él ni se enteró. Al
otro día me dijo que las fotos eran previas a conocerme,
le creí (aunque lo fueran , no me alertaron respecto
de qué tipo de cosa hacía él antes
de conocerme. Después encontré otras, con
varias prostitutas y otro tipo, en el Sheraton de Río
de Janeiro. Una orgía. Me dieron asco. Él
me dijo que ‘cuando era soltero, había hecho de
todo’).
En la casa nueva uno de los cuartos estaba pintado de
rosa y tenía una cama con acolchado rosa- Mi hijita
le pidió que lo dejaran, él dijo que lo
iba a arreglar así. El día de la mudanza
la cama no estaba, se había olvidado, ‘no importaba,
era una boludez’. Para la nena fue una frustración
muy grande.
Al convivir empecé a conocerlo mejor. Tenía
momentos buenos, sentido del humor, compartíamos
cosas, pero ‘de pronto’ se ponía tenso sin razón,
tensaba el aire, parecía que algo estaba por explotar,
volvía torpes a las personas. Hacía un tema
de cualquier boludez, pretendía discutir conmigo
cosas sobre los chicos, aun las más estúpidas
(qué leche, en qué vaso, por qué,
cuánto), cuestionaba todo si estaba en vena de
cuestionar. Aún de lo que no sabía o sobre
lo que no tenía experiencia. Jamás cocinaba
nada, pero te señalaba todo lo que hacías
mal. Si un flan te salía mal, lejos de hacerte
sentir bien por el gesto de haberlo intentado, se indignaba:
era tu culpa, lo habías hecho ‘sin amor’, ‘a medias’.
Su teoría era que si uno ponía todo de sí
las cosas debían salir bien: con ese criterio uno
nunca cometería errores, pero resultaba imposible
explicárselo. No escuchaba. Toda nuestra vida yo
le hablé para que no me escuchara. Era como que
sus circuitos neuronales eran diferentes: decodificaba
de otra manera, tomaba lo que se le cantaban las bolas,
era autoritario y parcial en sus interpretaciones, era
realmente como hablar con un loco. Y sin embargo, paradójicamente,
su forma de ser a mí me desencadenaba: me hacía
hablar más, escribirle, perseguirlo, no me podía
callar. Con el tiempo aprendí algunas veces a esperar
un momento más propicio, pero a la larga nunca
lo convencías de nada, parecía que sí,
pero después volvía, como una pesadilla,
con lo mismo que parecía haber negado. Podía
ser muy violento, aunque siempre era por ‘mi culpa, que
lo sacaba’. Jamás me pegó, era su límite,
pero hizo cosas peores para mí. Muchas veces me
decía que me iba a matar y a enterrar en el jardín
(una ‘broma’. Pero si estábamos muy peleados yo
llegaba a tener miedo) Cuando hacía poco que nos
habíamos mudado me enteré de que tenía
una denuncia de una ex novia por amenazas. Ella estaba
casada, lo había engañado, etc. Me preocupó
que zafara de esa denuncia, no qué podía
haber pasado. Él me dijo que era incapaz de lastimar
a nadie, pero que podía llegar a decir cualquier
cosa, que la mina era una basura, que lo había
jodido. La cosa no progresó, quedó ahí
por falta de mérito.
Con los chicos era terrible: pretendía digitar
qué hacían, era estricto, hacía ‘bromas’
de mal gusto (por ejemplo, muchos años después
mi hija me contó que cuando los iba a buscar al
colegio les decía ‘mamá no está,
se fue, no vuelve’. Y después ‘era una broma’.
Pero ellos odiaban que los fuera a buscar). Se metía
si yo estaba con ellos, me desautorizaba, decía
que la nena ‘manejaba’ las escenas porque si yo no estaba
‘estaba bárbara’ y cuando yo llegaba ‘hacía
fuerza para llorar’ como si con él la pasara mal.
Yo le decía si no se le ocurría pensar que
la chica no se animaba a decirle que la pasaba mal y se
aflojaba al verme. Así era. Muy invasivo, muy celoso,
autoritario. De mis padres tenía muchos celos,
decía que se creían los padres de los chicos,
no soportaba que los tuvieran a dormir en su casa, siempre
me armaba kilombo. En lugar de disfrutar estar solos,
peleaba. Él decía que mis viejos no permitían
que nos afianzáramos como familia. Yo le decía
que por irse los chicos una noche no éramos menos
familia. Pero la culpa siempre estaba en los otros. Jamás
en él.
Ese tema de mis padres fue empeorando con el tiempo, hasta
el punto de que el último año que viví
con él ahí ni pisaba la casa de ellos. Llegó
a quedarse solo en Navidad. Igualmente fue un proceso:
al comienzo si discutíamos muy fuerte yo llamaba
a mi padre y venía, hablaba con él, G se
calmaba. Con los chicos también tenía actitudes
buenas: les preparaba los cumpleaños con globos
y adornos, hacía la torta, siempre los llevaba
a comprar sus útiles al comienzo de clase, les
hacía buenos regalos, los llevaba a todos lados.
Pero no jugaba con ellos a lo que ellos querían,
si jugaba, era a lo que él tenía ganas.
Siempre había que conformarlo. A veces forzaba
las situaciones: quería ir a Palermo solo con ellos,
ellos querían que yo fuera, el me ponía
tensa, ‘qué vas a hacer’, me decía, ‘colaborar
con mi vínculo con ellos, quedándote, o
vas a joderlo todo viniendo’. Yo oscilaba. Siempre salía
mal. Y tenía esa facilidad para poner a todo el
mundo en alerta, como si él fuese una bomba que
podía explotar por cualquier razón y uno
tuviese -sin tener la guía- que desarmarla.
G odiaba las sorpresas. Un día fui a la feria del
libro y le compré dos novelas: se indignó,
me puteó, yo sabía que odiaba las sorpresas,
quién mierda me había mandado a comprar
esas novelas. Yo no entendía: es un regalo, le
decía. Lloraba. Estuvo ofendido dos días.
Nuestras peleas eran terribles. Yo hablaba hasta desgañitarme,
quería explicarle que él estaba equivocado,
o que era injusto, y él discutía mientras
tenía ganas y después no me oía más,
simplemente ni me respondía. Pero yo no podía
parar de hablar, aunque me dijera mil veces ‘callate’.
Tenía algo que me desencadenaba, simplemente no
podía parar. Me fui varias veces, todas me siguió
y me trajo de vuelta. Eran gritos y portazos, insultos:
sacaba lo peor de mí. Si lloraba me hacía
burla, rara vez se conmovía. Quizá al otro
día me decía que le partía el corazón
verme llorar, que por eso ‘se defendía’ burlándose.
Algunas veces después de una pelea venía
con regalos, o con flores Yo inventé la frase ‘G
tiene el sentido de la justicia de Nerón’. Y sin
embargo pretendía que fuera justo conmigo. Me decía
boluda o loca con mucha facilidad, también me decía
‘no sé para qué fuiste a la facultad, si
sos tan pelotuda’. Él no había terminado
tercer año. Siempre que yo quería hablar
desestimaba mi discurso: ‘hablar era al pedo’, ‘lo que
importaba eran los hechos, y en los hechos él me
amaba’, ‘no había que hacer planteos: se estaba
o no se estaba con la otra persona, del modo que sea’.
A los demás les señalaba lo inteligente
que era yo, que no entendía cómo le daba
bola. Pero a mí me descalificaba: no se sabía
para qué estudiaba filosofía, si ‘mucho
Hegel, pero de la vida, nada’. Si me trataba mal y yo
le preguntaba si me amaba me decía ‘no pidas, que
si me piden no doy’
Los primeros años estas escenas alternaban con
el amor, el humor y el romanticismo. Flores, regalos.
Decidimos tener un bebé: G quería mucho
un hijo, y yo me sentí por supuesto ‘única’
al dárselo. Recuerdo que la tarde en que le conté
que estaba embarazada se sentó en la cama, los
ojos llenos de lágrimas, y me dijo que era el día
más feliz de su vida. Que a él las cosas
se le habían ido muy rápido en la vida (ese
invierno había muerto también su madre)
o le habían llegado muy tarde (yo, el hijo). A
instancias mías hacía análisis con
una psiquiatra que me habían recomendado. Yo no
veía sus progresos.
A los pocos meses de embarazo otra vez discusiones por
el tema de mis padres, me fui a la casa de estos, tuve
una pérdida. Él ni me acompañó
al médico. La culpa de todo siempre la tenía
yo, y aun cuando reconociera errores volvía a cometer
exactamente los mismos, desconociendo su reconocimiento.
Era enloquecedor. El embarazo pasó con altibajos,
buenos y malos momentos, como todo. Yo me había
cambiado de prepaga un mes antes de quedar embarazada
y por las carencias no me cubrían la cesárea.
Hubo que vender una camioneta -teníamos dos- para
pagarlo. Para él era una prueba más de cómo
yo ‘no me entendía con la gente cuando hablaba’
(‘te lo dijo o vos le entendiste?’ se convirtió
en una muletilla)
Mi mejor amiga, que sería la madrina del bebé,
trabajaba en la Suizo Argentina, donde nació nuestro
hijo. G estuvo conmigo toda la cesárea y después,
cuando me cosían y él se había ido
con el bebé a limpiarlo, entró mi amiga
a darme un beso. Él volvió y por supuesto
no dijo nada, pero tiempo después empezó
a reprocharme que ‘mi amiga se había metido en
la sala de partos’ y empezó a no soportarla. Lo
cierto es que mi amiga era incondicional de mí,
y él sabía que yo le contaba todo, que sabía
todo de él, de hecho le tenía muchos celos,
y ese hecho le vino como anillo al dedo para desterrarla.
Yo jamás dejé de verla o hablarle, pero
él (que la había invitado a veranear con
nosotros el primer verano, como a mi familia) no quiso
volver a tratarla y hacía comentarios mordaces
(‘tu amiga, la discreta’, por ejemplo). Entró en
su ‘libreta negra’, como él llamaba a ese lugar
mental en el que quedaba crucificado todo aquel que le
fallara. Obviamente todos le fallaban, porque él
esperaba de la gente incondicionalidad total, error cero,
y tolerancia absoluta para con él, que no cumplía
ninguna regla de las que les imponía a los demás.
Yo siempre le decía, sobre todo respecto de los
chicos, que si él no daba el ejemplo de nada servía
imponer normas.
El nacimiento de nuestro hijo trajo aparejada una serie
de nuevos problemas: a los dos meses, G. descubrió
que tenía hepatitis C. Nos asustamos mucho, pero
ni el nene ni yo nos habíamos contagiado. Supuso
que se la había agarrado ‘de joven, cuando se picaba’.
Empezó a ir al hepatólogo y un tratamiento
con interferón y rivabirina, pero no resultó.
Recuerdo que en la primera entrevista con la hepatóloga
ella le explicó claramente que no podía
tomar alcohol nunca más, ni cocaína, porque
esta última era tan mala como el alcohol y se sintetizaba
en el hígado, lo que aceleraría el trabajo
del virus sobre el hígado, que desembocaría
en una cirrosis. En paralelo con eso, G no trabajaba más
como antes, dejó de ganar dinero, compró
un reparto de pan, y todo eso empezó a desquiciarlo.
Siempre dijo que el dinero le daba seguridad, poder, y
que yo tuviera que mantener en parte la casa lo ponía
mal. Se puso cada vez más agresivo. Ayudó
también que en un momento le habíamos prestado
mil dólares a mi madre, ésta me los había
devuelto y yo los había usado para cerrar una tarjeta
mía sin decirle nada: eso lo puso muy pero muy
mal, porque se lo oculté unos meses. No paró
de decirme que era una mentirosa, que ya nunca más
podía confiar en mí, que él tenía
muchos problemas con la confianza porque su madre le había
mentido mucho y que ahora yo lo defraudaba. Fue el puntapié
para el infierno: no dejó ya de maltratarme, de
hacerme la vida imposible. Creo que empezó a tomar
más cocaína, desaparecía días
enteros, a veces volvía tarde, tenía unos
cambios de humor terribles. Se pasaba a lo mejor toda
una tarde diciéndome ‘basura’, ‘perra inmunda’,
‘mierda’. Susurraba al pasar, o hacía comentarios
por lo bajo, o gestos, y luego decía que no había
hecho ni dicho nada. A mí me dolía el estómago
si llegaba a casa y veía su auto en la puerta.
El último verano en esa casa lo pasé muy
mal: mis hijos mayores estaban con el padre y él
me enloqueció, realmente. Dormíamos separados
por mi gran mentira, y por una discusión de diciembre
porque mis hijos habían ido a lo de mis padres
a dormir.
Un día gritamos tanto que el bebé lloraba,
sentado en la mesa de la cocina. Él me dijo que
si no me callaba iba a prenderme fuego toda mi ropa. Yo
no me callaba. Agarró un saco turquesa que yo quería
mucho y le arrancó la manga. Un día me tiró
efectivamente ropa por la ventana. Otra noche yo lo escupí
en la cara. A eso habíamos llegado. A veces yo
recurría a su sicóloga, le pedía
que le hablara. Algunas intervenciones sirvieron. Otras
no. Yo le dije que no podía vivir así, que
si no paraba íbamos a tener que separarnos. Me
lo reprochó toda la vida. Según él,
yo había metido en el medio la palabra ‘separación’
y lo había aterrorizado, descontrolado con esa
amenaza. Que él quería ver a su hijo todos
los días y yo le había dicho que me lo iba
a llevar. Que el temor del abandono lo desquiciaba. Yo
le decía que él me estaba forzando con sus
actitudes. Intentamos hacer terapia de pareja, no funcionó.
Él tenía una muletilla que era que vivíamos
en una mentira, en una opereta, que yo lo trataba de chofer,
que no lo respetaba. No era así en absoluto, pero
estaba desencadenado.
Empecé a ver que se drogaba, me desesperaba por
su salud. Todo iba de mal en peor. Un 25 de mayo a la
mañana intentó que yo obligara a mis hijos
mayores a ir con él a no sé qué lugar,
porque ‘él no era el chofer, era parte de la familia,
no podían no querer ir con él’. Yo estaba
harta. No los obligué. Me dijo que o los obligaba
o me iba de la casa. Que era mi culpa que ellos no se
integraran con él, que no quisieran compartir cosas.
Yo le decía que ellos inicialmente lo habían
aceptado, que había sido su culpa que ahora lo
rechazaran. No escuchó. Me echó. Fue una
escena dantesca, agarró una valija, puso algo de
ropa, gritaba, los chicos estaban atónitos, la
agarró a la mayor, de 8 años, y le dijo
‘ahora estás contenta, lograste lo que querías’,
y nos echó. Me fui a lo de mi madre. De pronto
no tenía casa, ni nada. Cuando intentaba hablar
con él me decía que yo me había ido.
‘Pero si me echaste’, decía yo. ‘Pero vos te fuiste’,
era la respuesta. O sea, me había echado para que
NO me fuera. Sólo muchos años después
me dijo que no había podido perdonarse nunca el
habernos echado de casa.
Los meses siguientes a la separación yo estaba
muy triste, muy angustiada. Nuestro hijo no tenía
aun dos años. Pero de a poco sentí una paz,
una tranquilidad
no me sacaba la tristeza, pero no
tenía esa zozobra permanente. Él se comportó
de modo terrible, no me dejaba ir a buscar mis cosas,
me amenazaba con prenderme fuego mis libros, no atendía
razones. Finalmente la mudanza se hizo, él se quedó
en nuestra casa. Se llevaba al nene todos los fines de
semana, y empezó un tratamiento nuevo para su hepatitis,
volvió a ganar dinero. A mí parecía
odiarme, y yo lo extrañaba muchísimo. En
el medio intentamos volver, salimos nuevamente, me dijo
cuánto me amaba y me extrañaba: en nuestro
primer encuentro fuimos a un telo y tomamos cocaína.
Él se pasó de rosca, quedó hecho
mierda. Yo no quise ver que ahí había un
problema de adicción.
Duró poco el intento, él dijo que yo era
siempre igual y que no podía estar conmigo. Yo
no sabía, pero estaba empezando a drogarse cada
vez más, a ir con prostitutas y a drogarse. Ese
proceso fue empeorando su condición clínica
y mental. Cuando el nuevo tratamiento fracasó,
empezó su barranca abajo. Pero yo estaba ajena
a todo eso, tenía mis propios problemas: a los
dos años de separarnos me encontraron un tumor
renal de 11cm y perdí un riñón, al
año me sacaron una costilla pensando que tenía
metástasis -no era-.La noche previa a la nefrectomía
me llamó, me preguntó si podía morirme
en la operación. Le dije que creía que no,
pero era cirugía mayor. Insistía. Finalmente
me dijo que si me moría, él ni me iba a
llevar un ramo de flores. Le dije que no estaba para escuchar
esas cosas. Le corté. Cuando años después
se lo recordé no se acordaba de haberme dicho eso.
Lo había borrado por completo. En cuanto a lo amoroso,
me puse de novia con un chico excesivamente más
joven que yo.
No volví a pisar mi casa hasta cinco años
después, en otras circunstancias. Pero en el transcurso
la casa se venía abajo, y él también.
SEGUNDA PARTE
Pasé cinco años sin estar en otro contacto
que el ocasional con G, cuando buscaba o traía
a nuestro hijo, o cuando lo llevaba de vacaciones y necesitábamos
coordinar cosas. Los primeros años pasó
navidad y año nuevo con él afuera, a veces
lo llevábamos juntos al colegio, empezó
a ir a una sicóloga -el nene- y tuvimos varias
entrevistas juntos. A mis hijos mayores seguía
llevándolos a comprar útiles al comienzo
de clase, les regalaba plata para su cumpleaños
o el día del niño, los llamaba. Ellos mejoraron
su actitud hacia él a medida que crecían.
En general su humor era oscilante, a veces indiferente,
a veces agresivo, pocas veces cordial. Me trataba como
si yo lo hubiese echado a él de la casa. Hubo algunos
hechos violentos los primeros dos años (un día
que se llevó al nene cuando no le tocaba y yo intenté
que no lo hiciera tiró en medio de la calle todo
el contenido de mi cartera, me escupió en la cara
y se lo llevó mientras el nene lloraba. Yo evalué
seriamente hacer la denuncia policial, me sentía
pésimo, pero a las dos horas llamó y dijo
que estaban en la casa, bien, y que a la mañana
siguiente lo traería. Otra vez, el día que
se lo llevaba a Villa Gesell yo le había cortado
el pelo, no le gustó el corte y casi lo arrancó
sin saludarme, no dándome teléfono del hotel
ni nada. Quedé en absoluta zozobra hasta la tarde,
en que llamó y dejó todos los datos. En
esos momentos yo realmente le deseaba la muerte) luego
de un tiempo él cambió, pero su modo de
dar era material: me dio la plata para una PC que yo necesitaba,
me ofreció pagarme el oncólogo y lo hacía,
supo que yo corría por las mañanas y me
ofreció regalarme ropa deportiva y zapatillas -eran
muy caras-, y entonces empezamos con los ‘bonus nike’:
yo pasaba por Nike, elegía cosas, él pasaba
a pagarlas y me las traía. Cada tanto tomábamos
el té los tres, pero muy cada tanto. Compró
una camioneta y la puso a mi nombre ‘por si le pasaba
algo’. Abrimos una caja de seguridad en mi banco y puso
ahí sus ahorros, o parte de ellos, para que tuviera
yo si él no estaba. A mí siempre me conmovía
verlo, seguía sintiéndolo ‘el hombre de
mi vida’, aunque yo tenía novio. Cuando un auto
pisó a su perro me llamó a mí: quería
que lo ayudara, y después decírselo juntos
a nuestro hijo. Eso hicimos. Tenía arranques de
hostilidad pero en general, mientras empeoraba su adicción
-yo no me daba cuenta todavía- empezó a
ver menos al nene, había fines de semana que alegaba
‘no estar bien’ y ni se lo llevaba. Como padre fue muy
difícil: sin filtro, a veces muy nervioso, ponía
al chico histérico, porque el nene no se animaba
a demostrarle que lo atemorizaba; también podía
jugar con él y llevarlo a todas partes, pero siempre
el chico se plegaba a él, no él al chico;
también era muy infantil, y trataba a nuestro hijo
muchas veces como si tuviera menos edad de la que tenía.
A medida que el nene crecía más cuenta se
daba, y decía ‘papá sigue creyendo que soy
un bebé’, o ‘papá está loco’, pocas
veces quería ir con él. Aparecía
cuando se le cantaba, era desorganizado, no podías
quedar ‘nada’ con él.
Yo a veces me lo encontraba los sábados a la tarde
cuando llevaba al nene a hacer circo -de ahí se
iba con él- y lo cierto era que estaba cada vez
peor: demacrado, ojeroso, agotado. Empezó a no
llevárselo los sábados -‘se quedaba durmiendo’-
o a traerlo muy temprano los domingos: yo me quejaba porque
me impedía hacer mis planes, o me los cambiaba,
no me daba cuenta de lo mal que él estaba. En esos
años igualmente tenía arranques verbales:
un día le compré bombones en Volta para
Pascua, se los dí cuando trajo al nene, y me llamó
insultándome a los 10′ por la mierda que había
comprado, y para qué. Pero en general estaba más
calmo conmigo, porque estaba muy mal él. En el
verano del 06 fuimos juntos un par de veces a una pileta
en Pilar a la que él iba con nuestro hijo, fueron
buenos días: volvimos cantando en la camioneta,
él parecía contento y a mí esa escena
me daba mucha felicidad, era como que me había
olvidado de todo lo que me había hecho, de qué
mal me había tratado. Lo había indultado,
no tenía ningún rencor. Y así, casi
sin darme cuenta, fui yo la que empecé a volver
a girar alrededor de él, sin que me lo hubiese
pedido.
Un día me avisó que iban a hacerle ‘una
pequeña intervención’ pero con anestesia
general. Quise saber qué. Me contó que le
operaban el pene porque se había agarrado un herpes-la
hepatitis lo volvía inmunodeprimido- y debían
sacarle el prepucio (en verdad era la segunda operación,
y como él seguía teniendo relaciones -drogado-
compulsivamente mientras debía cicatrizar, todo
empeoraba. Me dio una versión edulcorada). Le ofrecí
ir a buscarlo, me dijo que un conocido lo acompañaba.
Le reiteré mi ofrecimiento. Finalmente, doce y
media de la noche me llamó al celular y me dijo
que no lo dejaban irse porque estaba solo. Salí
corriendo. Fue la primera vez de las cientos de veces
que saldría corriendo los siguientes dos años
y medio. Lo ayudé a vestirse, estaba algo mareado,
caminamos del brazo -a los tumbos, era grandote y había
engordado en esos años- hasta un taxi y lo llevé
a la que había sido nuestra casa. Entré.
Me dio una pena espantosa. Estaba todo IDÉNTICO,
pero sucio, descuidado, como si allí viviera alguien
sin recursos, y él había vuelto a ganar
mucho dinero. Hablamos un poco en la cocina -estaba hasta
la pizarra con el número de teléfono del
viejo colegio de mis hijos- y luego me fui. En la puerta
lo abracé, lloré un poco, le dije que yo
lo quería enormemente, que él era mi familia.
‘Bueno, bueno, tranquila’, me dijo. Al otro día
no lo recordaba.
Le festejamos ese cumpleaños (número 48)
en el departamento donde yo vivía: globos, tarjetitas,
una torta. Parecía contento, vino con gaseosas,
perfumado. Nos sacamos fotos todos, mis hijos mayores
también. Verlo irse con sus globos, solo, me partió
el corazón. Mi hija mayor estaba también
muy conmovida.
Esa operación también falló por no
cuidarse y allí le programaron una cirugía
más complicada, un injerto de piel. Yo me ocupé
de todo: del paseador de su perro -un mastín feroz-,
de la autorización de internación, de pedirme
dos días para acompañarlo. Estuvo como tres
horas en quirófano, tardaba en despertar. Me quedé
a su lado. Cuando despertó, tenía hambre
y no le gustaba lo que le daban, tenía más
hambre que eso. Pretendió que a la noche yo le
comprara sándwiches, milanesas, flan: comió
como un cerdo. A mí me ponía nerviosa que
no hiciera caso. Al día siguiente de la cirugía
escupió un coágulo de sangre: llamamos a
la médica de guardia y leyendo su historia clínica
le preguntó si él tomaba habitualmente cocaína.
Dijo que sí. Ella dijo que entonces tendría
sensible toda la vía aérea y al entubarlo
habría sangrado un poco. Yo estaba atónita:
cocaína! Si seis años antes le habían
prohibido tomarla! Se lo dije, muy acongojada. ‘Habitualmente’?
‘Por qué no te cuidás?’ a lo que respondió
que la soledad, el dinero
mala combinación.
Yo lloraba. ‘te podés morir’, le decía.
‘Vos no eras adicto, si estuviste años sin tomar’.
‘¿Cuándo?’, respondió. ‘Cuando vivías
conmigo, excepto al final
’, dije. Y entonces me
miró con la cara de un demonio: ‘a vos quién
te dijo que yo no tomaba?’, me dijo, y me fulminó.
Me había mentido! Siempre había tomado,
más o menos cantidad pero siempre! Ese descubrimiento
fue terrible, para mí, por dos razones: había
vivido mintiéndome, él a quien tanto le
molestaban las mentiras, por eso sus cambios de humor,
sus arranques. La segunda razón de lo terrible
de enterarme fue que mi mente inmediatamente hizo la ecuación:
no lo sabía/ no pude ayudarlo/ si hubiera sabido
otra habría sido la historia: no nos habríamos
separado, se habría tratado, etc. Ése fue
el principio, fatal, de mi recaída en mi adicción
a él -más violenta, más absoluta
que la vez anterior. Ahora no era sólo una historia
triste, una vida de soledad: ahora estaba enfermo y yo
sería su enfermera. Hablé con su médico:
me explicó que él tenía una vida
sexual muy promiscua, que se drogaba, que era imposible
que se recuperara así, que podía perder
el pene. Le daban el alta un martes y el jueves cumplía
años nuestro hijo. El médico le prohibió
ir al cumpleaños, debía permanecer acostado
si quería curarse. Él se acongojó,
dijo que era su único hijo, que quería estar.
El médico le dijo que para que su hijo pudiera
tener padre él debía empezar a actuar de
otra forma.
A la salida del sanatorio lo acompañé a
su casa: estaba insufrible. Compramos los calmantes, lo
dejé allí, fui a comprarle comida -me hablaba
mal, me ponía tensa, quería cosas precisas
y caprichosas para comer, quería que le diera los
huesos al perro. Yo le decía que el perro me gruñía,
que yo no le gustaba. Me maltrató, me obligó
a acercarme al plato del animal para servirle. El perro
me mordió la mano. Me puse a llorar, él
estaba atónito. Se arrodilló, me pidió
perdón. Fue una escena desoladora. Lo acosté
y lo dejé solo.
A la noche llamó llorando: quería saludar
a nuestro hijo, explicarle que no podría estar.
Habló con él, yo lo tranquilicé,
le desée buenas noches. No volvimos a hablar. A
la mañana me llamó, mientras nuestro hijo
estaba en el colegio -de allí íbamos con
un trencito a la fiesta. Había vomitado sangre
toda la noche, estaba muy mal. Me desesperé: salí
corriendo a buscarlo mientras llamaba a mi padre para
que fuera a quedarse en el sanatorio a mediodía,
yo tenía que estar sí o sí en el
trencito. Lo busqué con un taxi, me estaba esperando,
pálido, en la puerta. Se estaba desmayando, pero
de pie. Su fortaleza me admiraba: el mito de que él
era Highlander empezaba. Después de ésa
hubo otras internaciones de las que salió caminando,
hasta la última, de la que no salió .Entró
al Otamendi diciendo que se estaba muriendo, llegó
al shock room y ahí se desmayó. Había
perdido en una noche la mitad del hematocrito que tenía.
Tenía una úlcera perforada, seguramente
por los calmantes. Pero eso lo supe más tarde,
en la fiesta, que fue realmente una tortura: festejaba
el cumpleaños de mi hijo sin saber si el padre
se estaba muriendo. Lo culpaba por eso: cuando se drogaba,
cuando no se cuidaba, se cagaba en su hijo y en todo.
Estuvo internado cuatro días. Yo me ocupé
del perro, de él, de todo. El domingo que se externó
me dijo que tenía una causa por haberle pegado
a un policía, que quizá iba a juicio oral.
Me pidió que si había juicio lo acompañara:
con vos al lado yo parezco mejor de lo que soy, me dijo.
Le prometí que lo haría. Al final le dieron
una probation.
No duró ni dos días en su casa: esa misma
semana estaba de nuevo en el puterío, y yo reprochándoselo.
Lo sabía porque desaparecía días
y después dormía días enteros. Yo
sabía por dónde quedaba ese lugar porque
dos veces había visto estacionada la camioneta
en esa cuadra, coincidiendo con sus desapariciones. Insistí
para que se tratara. Le conseguí un psiquiatra,
empezó a ir, pero no tenía continuidad.
Tenía que internarse, se negaba. Probó irse
un mes a la playa, solo, a desintoxicarse. Los últimos
días lo acompañamos mi hija, el nene y yo.
No se drogó ese mes pero volvió a hacerlo
al volver. Yo estaba obsesionada. Le pedía por
favor que parase. Le dejaba notas en la camioneta. Cuando
volvía me llamaba que no se podía mover,
que le llevara comida. Yo iba, veía la mugre, el
desastre que era todo. Me hacía mierda verlo así.
Finalmente, para noviembre, conseguí que me dijera
que se iba a internar. Me ocupé, con su psiquiatra,
de todo. La mañana previa al día de la internación
en un psiquiátrico fui a su casa, a ultimar detalles.
Estaba como loco, iba y venía con una toalla en
la cintura dándome indicaciones para esas semanas
que vendrían. En un momento se calmó, me
abrazó, me dijo: ‘sin vos, yo no podría.
Jamás lo hubiera hecho’. Palabras mortales para
mí y mi afán de curarlo, de rescatarlo:
ahora yo era imprescindible. Se internó finalmente:
fue la primera vez de todas las que vendrían. Lo
visitamos: estaba muy empastillado, sin cordones en las
zapatillas, era terrible verlo así. Pretendía
marcar sus reglas en el psiquiátrico pero no lo
dejaban, se peleaba con todo el personal. Su psiquiatra
lo atendía allí y le autorizaba salidas.
Creo que él por momentos era capaz de manipular
hasta a su psiquiatra. Durante 40 días lo acompañé
al gimnasio, a tomar helados, a cortarse el pelo. Todas
las mañanas iba a acompañarlo a salir. Mi
vida giraba alrededor de él: dejé de correr,
estaba ansiosa e irritable, empecé a tener ataques
de pánico y me dieron Alplax, que todavía
hoy tomo, en una dosis baja (o,5)
Mientras estaba internado, yo arreglaba un departamento
más chico que él tenía: decía
que parte de su caída en la adicción se
debía a su mala relación con sus vecinos
de la otra casa, que se iba al puterío porque no
soportaba ver a esa gente. Eran excusas (como que se había
empezado a drogar tanto por temor al proceso penal), pero
arreglé para él el otro departamento. Ese
fin de año lo dejaron salir viernes, sábado
31 y domingo 1. Mi hijo y yo lo acompañamos al
departamento recién arreglado -todo era nuevo:
el aire, el sommier, los platos, todo- Él parecía
contento, quiso que el nene se quedara a dormir. El nene
no quería: todo un mes viendo al padre internado,
y una casa nueva
le dije que entendiera. No se molestó.
Me pidió dinero. Supuestamente no podía
tener plata, pero yo cedí. Nos fuimos, nos llamó
antes de dormir. A la mañana siguiente me dí
cuenta de que esa noche se había ido a drogar otra
vez. Durmió todo el sábado -negaba haberse
drogado-, lo tuvo al nene con él un rato a la tarde
y yo llamaba y él dormía. Me desesperé,
no quería que el chico estuviera solo. Fui más
temprano -pasábamos el 31 juntos, los 3, lo que
por supuesto había significado una pelea con mi
novio-, discutimos. Él estaba imposible, torturaba
al nene no dejándolo bajar de la cama, no dejándolo
poner los Simpson
.fue una noche de mierda. Recién
después de las 12 estuvo mejor, salimos a caminar
y parecía más tranquilo. El nene se quedaba
a dormir con él -porque lograba que hasta el chico
sintiera culpa-, yo con mi novio en mi casa. Insistió
si quería dormir ahí, en el sofá
cama. Me negué. Al día siguiente seguía
tratando mal a todo el mundo, me llevé al nene
más temprano y en el auto se puso a llorar diciendo
que el padre era insoportable y que le dolía la
cabeza. G Volvió solo al psiquiátrico.
A los pocos días le dieron el alta para que hiciera
un ambulatorio: recayó ni bien se fue.
Al mes volvió a internarse -siempre a mis instancias-,
la semana que yo estuve en Mar del Plata y él internado
me torturó por teléfono que se quería
ir, que me iba a dar el manejo de su dinero para no drogarse,
que fuera a buscarlo. El psiquiatra no quería darle
el alta hasta que no tuviera una comunidad a la que ir.
Tuvimos todos una reunión: yo fui, ilusa. Él
sabía que, como era la responsable, si yo firmaba
él podía irse contra opinión médica.
Yo estaba ahí, con la directora de la clínica,
con el psiquiatra, y él, que decía ‘yo te
pido que me dejes salir, soy un hombre libre, mi libertad
está en tus manos: ¿qué vas a hacer?’
Pocas veces sufrí más. Le firmé la
salida, aun cuando le avisaron que iban a hacer la denuncia
en una defensoría. Con todo lo que había
hecho para internarlo tuve que firmar que se iba conmigo.
Por supuesto, volvió a drogarse esa misma tarde.
Esa tarde fue de las peores que recuerdo para mí.
Era un miércoles, el viernes todavía seguía
desaparecido y me llamaron de la clínica para que
fuera a buscar sus cosas. Me sentí tan infeliz.
Ese verano fue atroz. Desaparecía días,
me llamaba a cualquier hora cuando volvía ‘para
que me quedara tranquila’ -yo me pasaba noches enteras
pensando que me iban a llamar para avisarme que estaba
muerto-, yo lo puteaba, o le suplicaba; cuando estaba
en el departamento permanecía tirado como un vegetal,
rodeado de restos de comida, sin bañarse, era un
espanto ver esa casa así, la casa que yo había
arreglado para él con la ilusión de que
mejorase. Me llamaba en cualquier momento para que le
llevara: Gatorade, agua, empanadas, sándwiches,
lo que fuera. Hubo noches en que tenía una cara
espantosa, y la boca blanca. Yo siempre volvía
llorando.
Mientras tanto, la denuncia seguía su curso y los
forenses iban a verlo. No les abría. Empezó
el lento trabajo de convencerlo. Le dije que me estaba
destruyendo la incertidumbre cada día, que temía
por su vida. Empezó a decir que lo haría,
por mí. Intentamos que pasara a una internación
psiquiátrica después de un chequeo en el
Otamendi: mientras llegaba el psiquiatra de Osde se arrancó
el suero porque no le daban de comer, después de
varios intercambios verbales airados con la médica
de piso, y salió tambaleándose por el pasillo,
yo corría detrás. Pero esa tarde, antes
de desaparecer dos días, me prometió que
se internaría. Así fue. En el medio yo llevaba
datos al juzgado sin que supiera, con su abogada; coordinaba
con los de Osde, con su psiquiatra: un instante en que
algo saliera mal y no lo haría. Esa vez se negó
a ir en ambulancia, discutió con el psiquiatra
que venía a dar la orden de internación.
O iba conmigo en taxi o no iba. Mientras, tomaba Cindor
y contestaba guarangadas. Le firmé al médico
todo lo que me pidió y lo llevé en taxi.
En cada semáforo temía que se bajara, él
repetía: lo hago por vos, para que duermas tranquila.
En la puerta del psiquiátrico se aflojó:
lloró, me dijo por favor ayudame a recuperar mi
vida.
Los forenses lo vieron allí, ordenaron que hiciera
tratamiento: no podía zafar. Obligado por el juez
tuvo que ir a una comunidad terapéutica que por
supuesto busqué yo, hice las entrevistas, etc.
Fue en esas tardes de otoño en que me di cuenta
de que otra vez me sentía enamorada de él,
de que su vida importaba casi más que la mía.
Fui con él cuando se internó, estaba nervioso
como un chico, yo le daba la mano. Pasaría más
de un mes sin ver a nadie, recién a los 10 días
lo dejaron llamarnos por teléfono. Lloraba de emoción,
me decía cuánto nos quería. Yo otra
vez tuve esperanza.
Esos primeros meses de tratamiento fueron buenos: festejamos
ahí el día del padre y él estaba
bien, había adelgazado, estaba centrado y de buen
humor, agradecido. También el cumpleaños
de nuestro hijo -los primeros tres meses no lo dejaban
salir-. Empezó a pintar, me regaló un jazmín
que había pintado para mí, me abrazó,
me dijo cuánto me quería. Retomó
sus tratamientos médicos y yo lo acompañaba.
En una de esas veces me besó, y pasé con
él un reinicio de noviazgo que me tenía
en las nubes. Mientras tanto en la comunidad me decían
que él hacía ‘como si’: cumplía los
horarios, las normas, pero no estaba comprometido con
el tratamiento. Él empezó a joder con que
ahí eran todos más chicos que él
y no tenía pares, un día hubo un incidente
entre los internos, él no quiso acusar a quien
había tirado las cosas -lo había visto,
alegando que él no era ‘botón’, porque sus
códigos no eran los de la comunidad sino los de
la cárcel- y lo confrontaron en una asamblea en
la que el psicólogo dijo que levantara la mano
quien confiaba en él. Sólo 3 de 50. Eso
le hizo mucho mal, me enloqueció para que lo cambiara
de institución: para agosto estaba en otra. A mí
en ese momento me pareció que el psicólogo
era un psicópata.
Allí podía salir los fines de semana, venía
a casa de viernes a domingo. Parecía estar encaminado.
Yo con mi novio no salía más, por supuesto.
Cuando tuvimos sus estudios nos enteramos de que tenía
cirrosis: fue un mazazo. Várices esofágicas
que podían reventarle. Volvimos a la hepatóloga,
lo medicaron, íbamos viernes por medio. Parecía
preocupado por su salud. Pero el juez había archivado
su expediente porque él estaba internado en provincia
y el juzgado era de capital: eso me demolió. Con
el tema del juez el se sentía obligado al tratamiento.
Se lo oculté tres meses, pero para las fiestas
se lo dijimos. Él rompía las pelotas con
que quería pasar a ir a los grupos, a un régimen
ambulatorio, y eso le vino como anillo al dedo. Nos fuimos
una semana de vacaciones, a pasar fin de año afuera:
no estaba feliz, nuestro hijo no hacía lo que él
quería, parecía que se aburría conmigo,
el sexo era algo aleatorio -dos veces en 10 días-,
se enculaba por todo
.Yo tampoco lo soportaba mucho.
Sólo estuvimos muy bien el 31: fue un hermoso día,
cenamos afuera y a la noche él me dijo que me agradecía
que le diera otra oportunidad de vivir. Yo estaba convencida
de que era el hombre de mi vida, pero TAN DIFÍCIL!!!.
Cuando volvimos, me iba a Mar del Plata 3 días
con mi familia y el nene. Discutimos esa noche, no recuerdo
de qué me acusaba pero sé que dijo ‘diez
años y seguís siendo la misma estúpida’,
yo le dije que pensara en esos días si quería
o no estar conmigo. A la mañana cuando me iba a
retiro me dio un beso y me dijo ‘quedate tranquila, te
quiero, todo va a estar bien’. Él se volvía
a la fundación. Cuando llegué a Mar del
Plata llamé para avisar que estábamos bien
y el director me dijo que no se había presentado.
Fue como si me pegaran un tiro. Me arruinó. Esa
noche me llamó totalmente dado vuelta y me dijo
¡que había estado trabajando! Con gente con
la que trabajaba antes. Le dije que sabía que era
mentira y que se volviera a la fundación porque
harían la denuncia. Durmió todo el día
siguiente y cuando me llamó a la noche me juró
que no había estado con putas, se había
drogado, sí, pero con un conocido. Le creí.
A mi vuelta lo fui a buscar para ir al médico y
me pidió pasar por ‘un lugar’ en el que debía
200 pesos y tenían su cédula. Me dejó
en un bar y fue a buscarla. La mañana era hermosa:
charlamos -tardó 5′-, analizamos qué le
había pasado, dijo que ahora estaría más
alerta para no recaer, etc. Mientras yo tomaba el café
con leche él no fue a la casa del dealer, fue al
puterío en el que había estado, a pagar
su deuda. Por supuesto no me lo dijo. Al volver me preguntó
si había cenado alguna vez en ese restaurante de
la otra esquina, le dije que no. Con total frialdad me
dijo ‘te tengo que llevar, es muy lindo’. Y me estaba
mintiendo descaradamente, sin ningún problema.
Logró que lo ayudara a dejar la fundación,
le creí que haría tratamiento psiquiátrico,
se vino a vivir a casa. Duró un fin de semana:
el lunes yo me hacía un estudio, me acompañó,
le di dinero para el colchón de su casa que había
que cambiar y para un celular (yo administraba su dinero),
luego me dijo ‘te quiero, te veo a mediodía’ y
desapareció. A las 11 de la noche pretendió
hacerme creer que había estado con esa gente con
la que trabajaba, yo no lo dejé entrar, le tiré
el bolso por la cabeza y lo eché. Pocas veces estuve
tan apenada: ahora no cabía la explicación
de la soledad, de la falta de contención, de nada
de eso. Ahora estaba claro que él hacía
lo que se le daba la gana sin importarle nada de mí
ni del hijo, que habíamos tenido que atravesar
todo eso. Algo muy recurrente en mi relación con
él fue esa sensación del esfuerzo inútil.
Fue otro verano igual al anterior, pesadillesco. La misma
rueda. Sólo que ahora era en la casa que había
sido nuestra adonde lo iba a ver, y también veía
cómo esa casa, que yo había arreglado (de
nuevo, sí, ¡arreglando una casa!!) durante
su internación se ensuciaba y corrompía-
Intentó internarse en febrero, estuvo 15 días
y no quería ir a ninguna comunidad. Se le consiguió
un ambulatorio, fuimos a la entrevista y lloró
todo el camino. Me dijo que ya lo había ayudado
mucho, que lo soltara. Yo lo abracé con desesperación.
No te voy a soltar, le dije. La misma mañana que
se externó se fue a drogar: tenía mucha
plata que me había pedido para vivir tres meses.
Se la gastó en una semana.
Un mes y medio después, otra vez y siempre ‘por
mí’ se reinternó y después pasó
a una comunidad terapéutica en capital. Otra vez
el día del padre internado. Era una rueda angustiosa.
Mientras estaba internado quería ir a nadar, como
iban otros internos; quería tener grupos ‘más
fuertes’, donde poder charlar sus cosas profundas -en
la comunidad decían que se iba por pasos, primero
el hoy, después el ayer-; como detectaron en él
un trastorno psiquiátrico además de la adicción,
lo dejaron ir dos veces por semana a su psiquiatra; cuando
lo dejaron nadar quería pintar, y siempre se quejaba;
casi no se vinculaba con sus pares, para él eran
todos unos imbéciles, salvo un par; odiaba las
asambleas donde se contaban ‘los días limpios’
pero después me espetaba ‘tengo 128 días
limpio’; después quería salir, ver al hijo
jugar al fútbol los sábados, cuando finalmente
lo hizo, al mes estaba harto de hacer todos los sábados
lo mismo, y encima el nene ‘no progresaba’, yo le dije
que no podía ser tan hijo de puta; le daban 2 días
y quería 3, le daban cinco y quería toda
la semana, había muy pocos momentos en que se metiera
en el tratamiento, muy pocos. Mientras tanto a mí
mi grupo de mujeres en la fundación me hacía
mucho bien: hubo noches en que le conté cosas que
yo había dicho y él después me las
echaba en cara, me decía ‘de qué lado estaba
yo’, yo le decía que todos del mismo: su cura.
Pretendía digitar qué decía y qué
no, usarme para que hablara en mi espacio de lo que él
quería. Me decía que era su lugar, que estaba
ahí por él.
Algunos fines de semana fueron buenos, compartimos salidas
con y sin nuestro hijo, en una de ellas me dijo que si
no me hubiera tenido a mí, que lo quería
tanto, estaría muerto, y que me amaba. Pero en
general dormía la siesta, no iba a buscar al nene
al colegio, usaba más dinero del permitido, y yo
no debía decir nada en la fundación porque
‘eran boludeces’. Dijo que la otra vez no había
funcionado porque había estado obligado por el
juez, que esta vez era por él, y que funcionaría.
Pero no funcionaba. Creo que nunca se lo creyó,
ni por un segundo. Nuestra sexualidad era una tortura
para mí, y lo eludía, me daba asco que me
tocara. Un día se lo dije e hicimos una consulta:
le dije lo que había sido para mí que en
el verano me dejara por irse de putas, que me había
ensuciado. Él me decía que era su enfermedad,
que no eran mujeres para él, sino cosas: pelos,
espaldas, culos. Me dio detalles escabrosos. Yo no quería
escuchar más, le dije que no veía retorno
en ese plano. Además, yo no parecía calentarlo
en lo más mínimo. Según él,
yo tenía que ser ‘más juguetona, más
putita, tomar la iniciativa’. Le pregunté si me
estaba cargando: la solución era que yo fuese ‘más
putita’!!! a la segunda consulta conjunta con el psicólogo
dijo que su problema era que vivía con una mujer
que quería manejarlo, que no le entregaba su dinero
-la llave de la caja de seguridad-, y que meaba parada.
Me indigné y me fui, llorando. No se disculpó.
Lo del dinero empezó a ser el tema de discusión,
yo no quería dárselo porque iba a recaer,
él decía que ya estaba bien -cuando le convenía
estaba enfermo, cuando no, no-. Un domingo a la mañana
me insultó a los gritos por Figueroa Alcorta: me
dijo que iba a dejar el tratamiento, que le diera su plata,
que era una chorra, una hija de puta. Lo odié,
dije que lo iba a contar en la fundación. Pocos
días antes me había dicho que no dejaría
el tratamiento por respeto a mí y a mi esfuerzo.
Era enloquecedor.
Empecé a engañarlo por primera vez en mi
vida. Me enamoré sin darme cuenta, de alguien que
me daba contención, apoyo, confianza, diálogo.
Igual no dejaba que esa relación progresara en
mí porque yo sentía la responsabilidad de
cuidar de G, de estar a su lado, de no darle esa estocada
que podía hacerle tanto mal y llevarlo a recaer.
Yo sabía que jamás dejaría a G, aunque
fuera como era. Habíamos jodido siempre con la
fantasía de ser dos viejitos y estar juntos en
un departamento de la avenida Libertador -yo quería
vivir frente a los jacarandás, y él iba
a comprármelo. Pero hasta ser viejitos faltaba
mucho, ahora él me necesitaba, cómo iba
a dejarlo solo -ese noviembre me había dicho que
él había sufrido mucho perderme años
antes, que no quería que volviese a suceder, que
me quería.
Podíamos ser como compañeros, pensaba yo,
como dos jubilados de vuelta de la vida (pero yo tenía
40 años y el 50, así de loca estaba). El
tema es que G empezó a querer soltarse de mí,
a no cumplir con lo que habíamos establecido: quería
dejar la fundación, quería su plata, yo
le decía que esas eran las reglas para estar en
casa, me respondía que se iría a la suya.
Le dí su llave un día en que me hartó
-en verdad creo que yo no soportaba que él pensara
que estaba contra él-, se manejó bien un
mes y medio, más o menos. Pasamos navidad y año
nuevo con mi familia. Él estaba bastante deprimido,
dormía mucho, no tenía ganas de nada. A
mí me operaron de un cólico en mi único
riñón y estuvo conmigo, se ocupó
del nene, fue una semana en la que parecía que
sentirse útil le hacía bien. Me fui una
semana a Mar del Plata con mis padres, quiso venir, le
dije que no había lugar -era cierto- Pensamos en
irnos los 3 a mi vuelta. Insistió para no quedarse
en la fundación sino en casa, lo dejaron. Me hablaba
todos los días. Un jueves lo noté raro,
me dijo que estaba todo ok. Esa noche recayó. Y
la del viernes (lo supe todo a mi vuelta por investigar
con el sereno, con el encargado, etc). Volví el
sábado y lo encontré en estado deplorable
en mi propia cama: se había quedado dormido en
lugar de ir a buscarnos a Retiro. Lo negó sistemáticamente,
yo inventaba, estaba loca. Y si seguía inventado
iba a dejar el tratamiento. Le dije que hiciera lo que
quisiera, yo esta vez no me iba a callar. Había
hasta empapado la malla para hacerme creer que había
ido a nadar. Yo no tenía duda ninguna de que se
había drogado, no importaba cuánto ni cúando.
Le saqué la llave de la caja mientras dormía,
y el lunes avisé en la fundación. Cuando
lo supo dijo que no iba a ir más por mi culpa,
porque yo inventaba. Le dije que hiciera lo que quisiera.
Esa noche volvió a casa drogado y lo eché,
ante su estupor (‘estás loca’, ‘dejame pasar’,
‘estás delirando’, me decía. Pero en su
desaprensión, en que no lo angustiase haber hecho
lo que había hecho, habernos arruinado una vez
más, yo tenía la prueba de que había
consumido). No podía ser, de nuevo lo mismo. Y
su salud, que estaba tan complicada.
G vivió una semana más. Sin ver a su hijo
– no se lo permitía yo- excepto el domingo en que
pasó por casa a verlo, y pareció despedirse
-le dije ‘no te quedás’ y él me dijo ‘no,
ya lo vi, me vio, nos abrazamos, está todo bien’,
y luego lloró cuando supo que le había sacado
la llave, me dijo que no lo dejaba vivir, que quería
controlarlo, yo le dije que debía resguardar el
poco dinero que quedaba para el nene, él dijo ‘le
dejo dos casas, el dinero es mío’. Nunca aceptó
que había recaído. El lunes a la noche me
llamó que estaba perdiendo sangre negra en las
heces, que se sentía muy mal y se estaba muriendo.
Salí corriendo, llamé a la ambulancia. A
la médica le dijo que hacia 3 días que sangraba,
pero ese había sido peor. Yo no lo podía
creer, era como pegarse un tiro, si él sabía
perfectamente los síntomas de hemorragia. Lo bajaron
entre 3, los llevamos a la Trinidad. Nuestro último
rato juntos no me dí cuenta de que se iba a morir,
creí que una vez más zafaría. Parecía
estable. Le tomé la mano, le dije que lo quería.
ÉL me dijo que no se me ocurriera ‘venderlo’ -avisar
que se había vuelto a drogar-. Yo le dije que iba
a ponerlo en manos de un juez. No hablamos más,
al rato tuvo mucho dolor, me sacaron de la habitación
y sólo lo vi de lejos, con la mascarilla puesta.
Lo subieron a terapia y entré a buscar su pijama,
sus cosas. La pared estaba llena de sangre, había
vomitado sangre, me dije es el fin. Yo había pagado
el servicio de acompañante, pensando que no era
tan grave. Esa noche fue un infierno, tenía muy
pocas chances. Le colocaron un balón en el esófago
y aun así la hemorragia no paraba. La última
vez que lo vi vivo estaba entubado, conectado a miles
de aparatos. Con la lengua pegada a los labios con cinta.
Le tomé la mano, lloré. Esa tarde murió
y yo me encontré decidiendo cajón, cementerio,
flores. Era como flotar en una pesadilla. Tantas veces
lo había imaginado y sin embargo no estaba preparada
en absoluto para que muriera.
Me dije excepto que le pase algo a cualquiera de mis hijos,
ya me pasó lo peor que podía pasarme: que
él se muera. Lo enterramos un día de mucho
calor, y todos los que estábamos venían
‘por mi lado’, excepto su siquiatra y mi coordinadora
de grupo de la fundación. Estaban mis padres, hermanos,
cuñado, mis hijos -a nuestro hijo se lo dije esa
tarde, cuando todo había pasado-, mi ex marido
y su mujer, mi mejor amiga, su padre, mis ex suegros,
la señora que crió a Tomás y que
quería mucho a G. Fue muy terrible ver el cajón
descender. Mis hijos mayores, que estaban destrozados
-esos dos últimos años muy compartidos en
casa los habían unido más a él, como
si empáticamente conmigo ellos también lo
hubiesen perdonado-, me sostuvieron. Nunca más
lo vería, nunca nunca más. He llorado, he
escrito cosas, he llevado flores.
Entender la muerte es tan complicado. A veces me enoja
con él que se haya soltado de la vida, a veces
me alivia. Pero no puedo dejar de sentir muchas veces
que toda la ciudad, muchos de sus lugares, es como un
museo de mi historia con él que está allí
para recordármelo -aquí tal cosa, acá
tal otra- Voy teniendo conciencia de los días y
pienso ‘hace un año se internó’, ‘hace un
año tal cosa’, y no quiero olvidarme de todo lo
que supe de él, porque soy la única que
lo sabe, no hay nadie más -sus recuerdos, su niñez,
sus dolores. En todos esos momentos no pienso que conmigo
se comportó como un hijo de puta. Muy pocas veces.
Me pregunto si me quiso. Si no pudo dar más de
lo que dio. Si estaba enfermo, y de qué. Yo sí
lo amé, pero ahora se trata de ordenar las piezas
y poner esos sentimientos en un lugar en que me permitan
vivir mi vida, recordarlo, pero ser feliz y saber que
no tengo culpa alguna de lo que le pasó. Que buscó
la muerte como otros buscan una mujer. Que frente a ese
oponente mi fuerza era escasa. Y que aun así, puse
toda fuerza que tenía -para mi mal, seguramente.
Mayo de 2009
Ver: Carta comentada:
Más allá de la muerte, abril 2009