La
afirmación
Juan José Ipar
Un paciente
me informa hace pocos días que ha decidido desistir en sus
intentos de aproximación (seducción) a una joven con la cual
ha estado danzando desde hace unos meses un extraño e
intrincado minué pleno de ambigüedades e idas y vueltas sin
fin. Lo que me llamó la atención del episodio fue que la
decisión fue tomada en el momento en que, al volver de una
salida, ella lo despide con un “Te llamo”. El decodificó que
ese “Te llamo” quería decir “Quizá te llame” o, más
directamente, “No te llamo”. En síntesis, una afirmación que
puede y quizá deba ser leída como una negación.
Oímos cotidianamente esos “Nos vemos”, “Llamame por teléfono”,
“Quiero verte” y otras tantísimas declaraciones puramente
sociales en las que debemos entender que no hemos de hacer
aquello a lo que, sin embargo, se nos insta, a veces con
énfasis. Afirmaciones que deben ser entendidas como negaciones
y negaciones que es mejor tomar como afirmaciones. Un buen
ejemplo de estas afirmaciones engañosas son las promesas
electorales de los políticos, a tal punto que en el reciente
discurso presidencial, el candidato electo creyó necesario
aclarar que su discurso no era un mero “catálogo de
buenas intenciones”. Algún periodista consideró la frase- una
promesa bajo la forma de una negación, al fin de cuentas- y
cruzó sus dedos por que no se tratase, en este caso, de una
promesa vacía más. On verra, como decía Papá Grandet.
Un ejemplo reciente de negaciones que deben ser releídas como
afirmaciones: hace apenas un par de años, el Congreso Nacional
declaró intangibles los depósitos a plazo fijo. La negación
estaba el prefijo “in” de la palabra “intangible”. Debía
leerse “Los plazos fijos no serán tocados”. Gente
avispada interpretó el desvelo de los legisladores como la
antesala de una inminente confiscación de los depósitos
bancarios- cosa que ocurrió efectivamente unas pocas semanas
más tarde- y voló ipso facto al banco a rescatar sus
dineros.
Por obra y gracia de Freud, estamos acostumbrados a las
negaciones que deben ser tomadas como afirmaciones y en forma
precautoria corremos a comprar dólares cada vez que algún
economista del gobierno asegura que no habrá
devaluación del peso y que el dólar se mantendrá quieto en los
próximos meses. Hemos aprendido a quitar el “no” y leer “al
derecho” tan instructivas declaraciones. Un paso más y
asumimos con Freud que en lo Inconsciente no existe la
negación y que todo- los Gedanken o pensamientos- es
allí afirmativo. Aquí queremos hacer hincapié en el proceso
inverso, en el cual una partícula negativa- o alguna otra
restricción- debe ser agregada a fin de leer “al derecho” lo
escuchado. Leer al derecho quiere decir aquí descifrar
correctamente la verdadera intención del hablante, la que está
escondida en sus palabras, cosa no siempre fácil de hacer.
Sigamos con los políticos. Uno de los latiguillos que gustaba
repetir una y otra vez una sedicente liberal era que ella
quería que “los proletarios sean [lleguen a ser, mejor]
propietarios”. Todo iba bien y nadie tenía motivo para
sospechar demasiado hasta que la fatalidad se presentó y en un
programa de televisión soltó un “quiero que los proletarios
sean proletarios”. Se desnudó repentinamente una
terrible verdad que no por terrible deja de ser harto conocida
por todos: lo que en realidad quieren muchos políticos que se
llenan la boca hablando en favor de los humildes es que los
desposeídos se avengan de una buena vez a ser constantemente
perjudicados por los gobiernos de turno y dejen de protestar y
generarles culpas que no han de atender. No mientras ocupen
cargos públicos, por supuesto. Desde luego, la “sedicente”
corrigió inmediatamente su involuntario lapsus linguae
y ninguno de los presentes le reclamó ni le dijo nada, aunque
finalmente la justiciera y tardía guadaña de la historia
menuda la alcanzó y tanto proletarios como propietarios
pudieron asistir a su caída y anoticiarse luego de cómo la
previsora ex funcionaria terminó restañando sus heridas en un
coqueto country club. Si lo que realmente quiso decir
nuestra pobre “furcionaria” era que no quería que los
proletarios adviniesen propietarios y se quedasen nomás en
proletarios, hay, entonces, un no que debería ser
agregado a su habitual latiguillo, el cual pasaría a rezar: “No
quiero que los proletarios lleguen a ser propietarios”. Una
víctima más de la similisonancia.
Sólo por intermedio de un lapsus como el que acabamos
de comentar se llega a saber indubitablemente qué
quiere alguien. Lástima que fuera de los consultorios
analíticos no es tomado en cuenta el valor de verdad que
tienen. Es manifiesto qué quería la que quería que los
proletarios se quedasen en proletarios, así como conocemos con
certeza cuál es el deseo en juego en las negaciones. El deseo
subyacente al famoso “Vete, no quiero que me toques”
que gorjeaba Libertad Lamarque era ciertamente evidente y no
engañaba a nadie ni requería de mayores explicaciones. Lo que
queda en suspenso es qué quiere la que deslizó el “Te llamo”
“Te llamo” es “Quizá te llame” y también “Quizá no te llame”,
“No sé si llamarte”, etc.. Es poner al otro a la espera de que
el impreciso llamado se produzca.
¿De dónde sacó el oyente que no habría tal llamado? Me viene a
la mente otro paciente cuya madre celebraba sus éxitos con un
“Me alegro” malvado cuya entonación (el paciente imitaba el
modo y tono que utilizaba su progenitora) denunciaba que el
buen suceso de su hijo la ponía mal: cada hazaña suya lo
alejaba de ella. El tono de la voz, la actitud corporal, la
forma de mirar y un enjambre de pequeños detalles nos informan
de la posible (in)sinceridad de lo que oímos. Eso con la gente
común, porque los políticos profesionales- y los gigolós,
quienes también son profesionales- tienen el hábito de mentir
descaradamente mirando fijo a la cámara y empleando en sus
dichos un énfasis que imita tan bien la sinceridad y la
convicción que nos vemos tentados una y otra vez a creerles.
Así, los salariazos y otras grandezas son prometidos en
público sin que a nadie se le caiga la cara de vergüenza y
acaban por producir en los sufridos receptores de dichos
mensajes un mudo hartazgo que consiente y que termina
pareciéndose a la anestesia.
Volvamos a la pregunta: ¿qué quiere la que lanzó el sospechado
“Te llamo”? Podemos imaginar que la que no quería proletarios
propietarios quería ingresar en el refinado ámbito de un
country club, pero es más difícil decidir qué es lo que
quiere la del llamado. Ella en principio intenta ser amable,
no quiere una despedida seca y promete reanudar la
conversación en un incierto futuro. No tiene resuelto cuál es
su posición frente a una nueva salida y a la relación en
general. El “Te llamo” es una muestra de cortesía, dudosa como
toda cortesía, y que, sobre todo, va en lugar de un ansiado
“Te quiero...ver”. ¿Aman los que prometen llamar? Lo cierto es
que la ambigüedad del “Te llamo” terminó por hastiar a mi
paciente- nada nos disgusta más que un espejo que nos refleje
fielmente- y lo decidió a interrumpir su indeciso cortejo.
Hemos utilizado todo el tiempo los términos “prometer”,
“promesa” y sus derivados y allí está la cuestión: nuestra
ambigüedad frente a las promesas y su importancia en lo que
Freud denominaba el “desarrollo psicosexual infantil”. El niño
se aviene a refrenar su exuberante sexualidad a condición de
que el acceso al goce fálico le sea prometido como recompensa
a su renunciamiento Se trata más de un aplazamiento que de un
renunciamiento definitivo, aunque hay en el ínterin un
simultáneo desplazamiento de los objetos incestuosos hacia los
exogámicos. Se anudan así una pequeña serie de importantes
categorías freudianas: promesa (Versprechen), goce (Genub),
renuncia (Verzicht), aplazamiento (Aufschiebung)
y desplazamiento (Verschiebung). La promesa de goce
fálico diferido “para cuando seas grande” es una situación
crucial que requiere una cantidad de elementos que funcionen
aceitadamente. El que promete debe ser creíble, lo prometido
debe ser algo comprensible y efectivamente deseado, el
aplazamiento debe ser visto como transitorio y la renuncia
debe tener alguna compensación inmediata. El resultado de todo
esto será una espera (Erwartung) confiada. Freud habla
muchísimas veces de la espera, de representaciones a la espera
(para la transferencia), etc. y de ello debe entenderse que en
toda espera hay un deseo en juego. El que espera espera algo
que vendrá, está con el ánimo lanzado hacia el futuro y el
futuro es siempre desiderativo, puesto que situamos en él lo
que deseamos que suceda. Y si anticipamos desgracias, Freud
diría que inconscientemente consideramos a los incordios
venideros como un justo castigo a inadvertidos malos deseos o
a malas acciones perpetrados en el pasado o a punto de
realizarse en el presente. También se dice- y con razón- que
el que espera desespera, significando con ello que esperar no
es fácil debido a que la angustia crece con la espera junto
con el temor de que lo esperado no aparezca o no se cumpla.
Pasa con la espera lo mismo que en la amable maldición
mexicana en la que se le desea a alguien que se enamore. Es
lógico: bien mirado el asunto, ¿cuándo se sufre más que cuando
se ama y no se sabe a ciencia cierta si se es correspondido?
Mi paciente, que ya estaba empezando a sufrir, decidió no
seguir adelante con su enamoramiento, que quedó trunco después
del “Te llamo”. Los enamorados viven esperando pruebas de amor
y constancia, esto es, una garantía de que ellos también son o
siguen siendo amados. Paralelamente, el arte de la coqueta
consiste en nunca suministrar pruebas concluyentes de su
afección, aunque se las ingenia para mantener hábilmente el
suspenso concediendo sólo pequeños indicios de que tal vez
esté por considerar al candidato como algo más que un
admirador. Afirmaciones y negaciones, hombres y mujeres.
Una garantía: esa es una aspiración cartesiana que todos
tenemos. Que alguien nos garantice que podremos con las
mujeres- con unas pocas, al menos-, con ciertos rivales, con
el latín y la trigonometría y con la vida en general. Que hay
para nosotros algún lugar en el mundo, un poco de esquiva
felicidad, amigos. Y más aun: hasta nos conformamos con que se
nos haga la pantomima de la garantía: será suficiente,
entonces, que algún melonazo se avive y haga de corazón como
que garantiza algo, aunque sea modesto. En suma, que haga una
afirmación.
Las que son siempre juicios negativos son las prohibiciones.
Freud también habla de la conocida “prohibición (Verbot)
sexual”, prima cercana de la amenaza de castración (Kastrationsdrohung),
que nunca faltan, de modo tal que, si no funciona la promesa,
el sujeto quedará como achicado bajo el efecto único de la
prohibición y la amenaza. Y el melonazo mencionado en el
párrafo anterior es el que, además de prohibir y amenazar,
tiene que darse cuenta de que también tiene que prometer que
el renunciante recibirá algo a cambio de su obediencia y que
podrá finalmente dedicar siquiera una parte de sus empeños a
los “trabajos de Afrodita”. Todo niño está, por así decir, en
las manos de un padre empírico- el melonazo- que debe estar a
la altura de la situación y tener idea de los pavores que
inadvertidamente puede producir en su hijo por medio de este
extraño y no buscado poder que su posición le confiere. Y ha
de saber morigerarlo, compensando el peso de las prohibiciones
con una adecuada promesa de acceso al goce fálico. Puede ser
un cumplido padre terrible aquel que no tenga noticia alguna
de ese poder y no perciba el efecto inhibitorio devastador que
puede tener sobre su hijo. No basta con ser un buen tipo: es
menester, además, ser capaz de modular este aspecto terrible
del rol que se está jugando.
Muchas veces oímos que el célebre “juego del doctor” es el
juego infantil por antonomasia, pero se olvida otro juego no
menos importante que es su condición previa (Vorbedingung).
Se trata de un juego en el que el niño mata al “monstruo” y,
alternativamente, es devorado o muerto por él. La importancia
de este juego es que en él son escenificados tanto el deseo de
matar al padre y ocupar su lugar junto a la madre cuanto los
deseos pasivos respecto de él. Y si alguien dijese que ese
monstruo representa a la madre fálica primitiva o a la pareja
combinada en tanto objeto perseguidor primordial, yo estaría
de acuerdo y agregaría que por medio de este juego el niño se
identifica también con el padre como vencedor del monstruo
femenino. Solamente en calidad de airoso vencedor de monstruos
podrá luego el niño enfrentar la diferencia de los sexos y
pasar del inicial horror a la vagina a la fascinación frente a
la mujer. En fin, será capaz de creer que posee un valor
distintivo y que una mujer puede enamorarse de él, que es la
duda que aguijonea a mi paciente. Cualquier melonazo logra que
una mujer se enamore de él porque allí también es suficiente
con una parada que imite la seguridad en sí mismo. Impostar la
voz grave y un jopo bien peinado obran maravillas aun hoy en
día. Pero para llevar adelante un cortejo es necesario que el
seductor crea o haga como que cree que de alguna manera tiene
el mentado falo y sea capaz de menearlo ante su presa como un
señuelo infalible.
Vuelvo para atrás. Después del “Te llamo”, mi paciente bien
pudo reponer un “Dejá. Te llamo yo tal día”. Reponer y
reponerse, meterse de nuevo en la competencia. No lo hizo, por
desgracia, y quedó ahí, duro, pasmado, broncoso. Es un sujeto
sensible al que amilanan muchas cosas que se le quedan dentro
y lo hacen sufrir. Está acostumbrado a pensarse como débil,
torpe y flojo. En esta etapa, el trabajo analítico se endereza
a mostrarle que él también es un cerdo agresivo, esto es, que
es tan “horriblemente” masculino como el que más. Me limito a
semblantear, como dicen los lacanianos, un benigno jefe de
banda adolescente que lo está admitiendo como integrante. Y ha
progresado bastante, pues ya permite que lo abrume con
“gastadas” de las cuales, incluso, aprendió a disfrutar. Y
aquí tenemos un nuevo sentido de la afirmación como lo que
Freud llama “afirmación vital” (Lebensbehauptung), que
comentamos a propósito del artículo sobre Cristóbal Haitzman.
Esta afirmación vital es afirmación frente al otro, al
congénere con el que hay que competir o a la que hay que
lograr interesar. Y afirmación también frente al Otro, que
abruma con tantas cosas como quiere de uno y al que es preciso
saber enfrentar y responder.