Aporte:
El
incierto destino del héroe de masas
Mauricio A. Abadi
Cuando Sir
Arthur Conan Doyle , cansado de Sherlock Holmes, lo “mata”
haciéndolo despeñarse por las cataratas de Reichenbach
jamás imaginó el fenómeno que iba a despertar. Miles y
miles de cartas de sus lectores (en el 1900 todavía los e-mails
no perforaban el ciberespacio) lo obligaron a resucitar al
detective y a comprender que Sherlock Holmes ya no le
pertenecía.
El público se
había adueñado de su personaje y estaba dispuesto a hacer
valer su paternidad sobre él hasta las últimas
consecuencias.
Por ese entonces
algo comenzaba a quedar claro: ese héroe creado a la sazón
por un escritor ya no le pertenecía sino que era
patrimonio del público que lo integra a su vida:
Era su compañero
de ruta, el que lo resarcía de sus frustraciones, con
quien se identificaba, el que le decía cómo vestirse, cómo
hablar, hacia dónde dirigir sus pasos.
Se ponía en
crisis una convicción fundamental, la de que estábamos
constituidos de una materia sólida, de una identidad
firme. Un héroe de novela nos ponía al descubierto en
nuestra indefensión, nuestra avidez por reformular nuestra
vida, nuestra insatisfacción con nuestro presente.
Por lo tanto las
fronteras entre nuestra “identidad” y la del personaje se
revelaban líquidas, inexistentes porque el héroe me
nutría, me daba el alimento que me faltaba para soportar
el día a día, me rescataba del vacío.
El público de
1900 evoluciona (¿o involuciona?) en nuestros días hacia
la masa cuyo anonimato creciente agudiza esta tendencia a
la pérdida de identidad.
La pasivización
a la que somos sometidos cotidianamente por trabajos en
los que no nos sentimos protagonistas, por relaciones
personales muchas veces más teñidas por el cumplimiento de
mandatos que por una libre elección, la sensación de que
si uno realiza algo diferente al comportamiento
consensuado va a ser estigmatizado le van quitando a
nuestra vida el carácter de una epopeya personal.
Podríamos decir,
entonces, que la aceptación ciega e inconsciente de una
multitud de normas colectivas tácitas y/o explícitas se va
adueñando del héroe que hay en nosotros.
Ante este hecho
de profundas consecuencias psicológicas sólo nos quedan
dos caminos a los que apelamos alternativa y
desordenadamente: o asumir la pérdida de nuestro rol como
sujetos activos de nuestras vidas, lo que nos sume en la
depresión y el desasosiego o reencontrarnos mágicamente
con nuestro héroe interno perdido en una identificación
con el héroe externo.
Recupero, o
recuperamos dado que éste es también un fenómeno de masas,
nuestra identidad perdida al fundirnos en un abrazo
revitalizador con el héroe: Yo desafío peligros, yo me
acuesto con la mujer más bella, yo dispongo de una fortuna
incalculable y, lo último pero no lo menos importante, yo
soy inmortal porque en definitiva cuál es la mayor medida
de nuestra carencia sino nuestra condición de mortales.
Si ya en 1900
Sherlock Holmes provocó semejante reacción masiva
imaginémonos la potenciación de esta respuesta en una
sociedad dónde el anonimato de la masificación ha crecido
exponencialmente. Lo que probablemente haya cambiado desde
1900 hasta nuestros días es que el vértigo de las
comunicaciones y, por ende, la acelerada oferta de héroes
genera en nosotros un tránsito raudo y sin escalas desde
Mick Jagger hacia Barack Obama. Un “muerto el rey, viva el
rey” en clave supersónica.
En este universo
los reyes también son gelatinosos y nuestro sentido
crítico devaluado por la ametralladora mediática y nuestra
búsqueda voraz de nuevos referentes nos lleva a ungir a
uno y derrocar a otro en semanas.
Esto también
problematiza al hombre contemporáneo que se siente como
Tarzán soltando una liana para agarrar desesperadamente
otra y así evitar caer en el vacío. Bastaría agregar que
las lianas no las elige él, por más que así lo crea, sino
que le son ofrecidas por un aceitado engranaje
comunicacional.
Los héroes son
cada vez más efímeros, sustituibles, pierden su
atemporalidad, se “humanizan” demasiado pronto, vuelven a
dejarnos huérfanos, y Dios abandonó la escena hace rato.