Psiquiatría
y televisión
Juan José Ipar
Introducción autobiográfica (DC y TV)
Abusando de la ciega obediencia del control
remoto de la TV, tropiezo con un programa médico, ya
comenzado, en el que se brinda información al público acerca
de una cruel enfermedad a la que se alude con las siglas DC.
Descarto casi de inmediato que se trate de la democracia
cristiana y espero pacientemente que alguien mencione la
enfermedad por su nombre completo. Entretanto, veo cómo una
madre habla del suicidio de su hijo y cuenta que se despidió
cierto día de él advirtiéndole “que no hiciera tonterías” y
que, al volver del trabajo, lo encontró tendido en el piso,
muerto. Aparece luego una mujer joven e insípida que refiere
con fruición los enormes sufrimientos que tuvo que padecer a
causa del morbo y cuenta un poco en qué consiste la dichosa
DC: fue una niña retraída y depresiva de la cual los
compañeros se burlaban y que se sentía fea y rechazada.
Focalizaba injustamente su problema en la barbilla cuando, en
realidad, su falta de atractivo era generalizada. La mujer
sigue hablando en off mientras se la muestra jugando
con sus hijos en un jardín con el césped bien cortado. Aparece
el marido y asegura que ella es suficientemente bella para él
y que ambos conviven con el temor de que la DC reaparezca en
alguno de sus niños, a los cuales no cesan de vigilar. De
repente alguien dice “dismorfia corporal” y se me aclara el
enigma de la DC. Vuelve la madre agorera, esta vez frente a la
tumba de su hijo, como pidiéndole perdón y justificándose a la
vez de no haber podido ayudarle con la DC. Su argumento
defensivo se funda en que, a pesar de haber buscado ayuda
médica, en esa reciente época no se tenía conocimiento aun de
la existencia de esta pérfida enfermedad, que, dicho sea de
paso, conduce al suicidio al 30 % de los que la sufren. La
madre y la ciencia se disculpan, pues, por haber llegado tarde
para el muchacho. Continúa la cabalgata y veo a una médica
diciendo que le dio un inhibidor de la recaptación de
serotonina a una persona con ideas de fealdad corporal y
fuertes sentimientos depresivos y que el cuadro cedió por
completo, aunque cuando quiso reducirle la ingesta diaria de
la salvífica droga, las ideas negras retornaron. Se deduce que
volvió a aumentarle la dosis. Vale decir que casi en
simultáneo se descubre la enfermedad y la droga que la cura,
todo lo cual ya es algo para sospechar. Para ser más precisos,
primero aparece la droga y a renglón seguido se descubre una
nueva enfermedad que se cura con ella.
Sigue la cosa, ya no sé quién habla de la
compulsión a solicitar cirugías estéticas de algunos de los
que sufren de DC. Me sorprendo a la expectativa de que alguna
estrella de Hollywood sea nombrada como un ejemplo de tal
compulsión, pero me quedo con las ganas. Exhausto, me rindo y
emigro hacia otros canales.
El amontonamiento
¿Existe la DC? No pregunto si hay personas que
estén archiseguras de padecerla, que las hay, o infalibles
médicos que la diagnostiquen, que también los hay, sino si la
DC es una verdadera enfermedad. No, de ninguna manera es una
enfermedad. Sólo es- no sé bien cómo decirlo- una especie de
problema que un sinnúmero de personas comparten, a saber, el
de sentirse feos, deformes o poco atractivos, cosa que los
aparta del trato con los demás (eso se denomina ahora fobia
social), a veces con nefastas consecuencias. A lo sumo,
sería un tipo de personas que incluye muchos
subtipos: están los que venden su alma al lascivo demonio
de la cirugía estética, los que la sufren calladamente toda su
vida, los que se hacen los graciosos con sus narices
descomunales, los que se deprimen y terminan por suicidarse
siguiendo probables indicaciones maternas, los que hacen caso
omiso de su deformidad y hacen su vida, etc. y así hasta el
cansancio, en la medida en que la posición subjetiva frente a
una dismorfia corporal- o frente a un cuerpo- es
potencialmente infinita. En estos pacientes dismórficos, la
posición subjetiva es invariablemente negativa; volveremos
sobre ello cuando nos refiramos a la cuestión de la actitud.
Se trata, decíamos, de personas muy diferentes entre sí que
comparten un único rasgo, lo cual significa que como categoría
nosológica es tan tenue que se vuelve vaga e imprecisa,
justamente por incluir laxamente una cantidad enorme y harto
variada de individuos. ¿Quién no siente en su fuero íntimo que
tiene algo torcido, caído, indebidamente prominente o
sencillamente feo en su cuerpo?
Nos encontramos, entonces, frente a un
amontonamiento de personas a las que, por medio de la TV, se
les vende que pueden padecer o padecen efectivamente una
enfermedad que como tal no existe y, por si fuera poco, se les
recomienda una droga que la suprime. Se constituye de alguna
manera la masa de los que tienen o creen tener una DC y allí
se congregan “en amable montón” neuróticos, psicóticos,
perversos, caracterópatas, oligofrénicos- que nunca faltan a
la cita- y demás engendros estudiados sistemáticamente por la
psiquiatría tradicional. Ahora lo importante es que todos
ellos están como hermanados por ese único rasgo que, para
felicidad de todos, se disuelve raudamente con inhibidores de
la recaptación de serotonina. Una simpleza a la altura de la
comprensión del más bobalicón: tenemos un padecimiento
elemental y terrible y un medicamento casi milagroso que se
puede comprar en cualquier farmacia de barrio.
Lo más impactante para mí de todo esto es el
hecho de que me enteré de la DC por la TV. Nunca oí a un
colega del mundillo psicoanalítico decir nada, ni siquiera
aludir lateralmente la bendita DC. Ni Freud ni Lacan ni Klein
ni Winnicott ni nadie conocido ha dicho una letra de ella, así
como tampoco los psiquiatras clásicos (Kraepelin, Clérambault,
Ey, etc.). Pas un mot.
El lector pensará con razón que es un enfermedad- o lo
que sea- nueva y que, precisamente, se la estaba introduciendo
en sociedad, por así decir. Una urgente y atemorizante novedad
llegada de Norteamérica que nos acecha a la vuelta de
cualquier esquina y de la cual es menester estar bien al
corriente, igual que con los aerolitos: algún primo de aquél
que produjo la prematura extinción de los dinosaurios en el
cretácico bien podría estar dirigiéndose hacia nuestro planeta
en este preciso momento.
El verdadero problema no es que no exista la
DC, sino que ella tiene una existencia comercial y forma parte
de una nueva nosología made in USA que se ha venido
desarrollando bajo el auspicio de la industria de la salud y
que ha cristalizado en un adefesio que lleva por título otra
sigla, DSM-IV. Tenemos, pues, una enfermedad con formato
televisivo que se integra en un caleidoscopio de enfermedades
que no existen más que para el consumo indiscriminado de una
ingente masa de personas que no piensan ni piensan pensar.
Me viene a la mente otro programa de TV
dedicado al llamado síndrome de Munchhausen (no sé si
lo deletreo bien) y que se aplica a padres- generalmente
madres y, por añadidura, enfermeras o personas ligadas a la
medicina- que se presentan como progenitores ejemplares y que
producen supuestas enfermedades en sus hijos con el fin de
recibir compasión y atención por parte de los demás. Allí,
entre otras menudencias, se dramatizaba la historia de una
campeona que llevaba una seguidilla de nueve hijos asesinados
hasta que finalmente fue detenida, juzgada y condenada. Era
uno de esos programas que lo dejan a uno pensando si no conoce
a alguien que pudiera encajar en esa descripción. Como los
asesinos seriales, que también son popularísimos en la TV, los
que padecen la DC o el síndrome de Munchetc., tienen un perfil
psicológico reconocible que ayuda a su detección. Estos
identikits psicológicos vienen a constituirse en
conocimientos que todos debemos tener, como si hablásemos de
un botiquín de primeros auxilios que no debe faltar en los
hogares.
Se induce al espectador a convertirse en una
suerte de paranoico que, como tal, no reconoce más que
someramente al perseguidor y que, debido a la inminencia del
peligro, tampoco tiene tiempo para detenerse y meditar acerca
de lo que está pasando a su alrededor: una identificación
grosera (un rasgo) bastará para un [auto]diagnóstico que lo
ponga a salvo de la amenaza. Es manifiesto que estos programas
que comentamos estimulan y sacan partido de esos temores
neuróticos con los que todos nos identificamos y a partir de
ellos se pretende fundar una industria. Pronto veremos
proliferar centros de ayuda al dismórfico, grupos de
Dismórficos Anónimos y grupos para parientes cercanos de
dismórficos, publicaciones del tipo “Yo fui dismórfico” o
“Cómo casarse con una dismórfica y vivir para contarlo” y
calcomanías para la luneta trasera del automóvil en el que se
leerá una I seguida de un corazón muy colorado y de la palabra
“dismórficos”. Una enfermedad con merchandising propio
ad hoc. McDonald’s, por su parte, no querrá quedarse
atrás y no tardará en ofrecer un combo especial para
dismórficos y/o anoréxicas y, finalmente, y luego de varias
marchas por el Orgullo Dismórfico, la mismísima OMS
proclamará, por ejemplo, el 25 de mayo como Día Mundial de la
DC. No ría el lector: cosas como éstas ya han pasado y se las
toma au grand sérieux.
Un esquema básico
Estas pseudoenfermedades comparten una forma
prototípica que se repite en cada una de ellas. Empiezan como
si nada, no parecen ser en su inicio más que meras
exacerbaciones de lo cotidiano, hasta que “las cosas se salen
de su cauce” y lo que era apenas una rareza o una
peculiaridad, se convierte en una situación sin control que
desborda al sujeto y abruma a los familiares y allegados. Es
usual que el sujeto intente ocultar lo que le pasa y lo mismo
ocurre con la familia, que se hace la distraída hasta que la
“enfermedad” explota y se ven necesitados de recurrir a la
ayuda especializada, que, en el caso de la DC, no existía
hasta que nobles profesionales descubrieron que la molécula
salvadora estaba ya disponible en el mercado.
Influidos tal vez por la costumbre protestante
de la confesión pública de los pecados, resulta crucial ese
momento de destape en el que el enfermo hace de tripas corazón
y se asume como tal. Por lo demás, el morbo es democrático,
puesto que afecta tanto a la gente común como a los poderosos
y, de modo especial, a las stars de Hollywood que
mencionamos más arriba y a quienes solemos ver en las revistas
admitir con impostada valentía sus reiteradas internaciones en
el centro Betty Ford u otros sanatorios especializados.
Hay dos cuestiones centrales en función de las
cuales se juega el destino de los infortunados que deben
soportar estas pseudoenfermedades: la de la culposidad y la
relativa a lo que se llama hoy en día actitud. El pobre
patito feo se siente, además, culpable de su fealdad- el
patito gordo de su gordura, etc.- y por ello es que trata por
todos los medios a su alcance de taparla y ocultarse, en tanto
quienes lo rodean lo señalan, lo marginan y lo hostigan. Es,
por tanto, decisivo que el enfermo deje de sentirse culpable y
de autocompadecerse, tome la iniciativa y asuma de una buena
vez el descontrol en el que vive. La deformidad, el
alcoholismo o lo que sea adquiere ahora un signo contrario: es
su batalla personal con sus demonios, algo que lo distingue de
los demás y por ello es que pasa a ser exhibido en forma
desafiante. El sujeto se encuentra a sí mismo- en ocasiones
también encuentra a Dios- en su lucha contra la anorexia, el
tabaquismo o la obesidad. Se transforma súbitamente en un
guerrero y las palmas de la victoria lo aguardan. Por
supuesto, esta actitud positiva suscita entusiasmo y
admiración en los demás, que colaboran estimulando y
aplaudiendo al otrora marginado. La TV ha logrado asimilar la
vida de la gente a un telefilm del cual ellos son
protagonistas. Y si fracasan en estos empeños reivindicadores,
todavía pueden ir a un talk show y desgranar allí sus
rencores y frustraciones. Puede decirse con justicia que la TV
literalmente enloquece a la gente, cuyo referente ha dejado de
ser el limitado conjunto de los vecinos de su barrio o sus
familiares para pasar a ser el multitudinario público
televisivo, un “Dios berreta que está en ninguna parte”, como
decía M. E. Walsh. El mundo sabe ahora de su vida y sus
avatares y ya no es necesario esperar al juicio final ni al
tribunal de la historia para que cada cual obtenga lo que
imagina merecer.
El momento culminante del drama es, entonces,
aquel en el que el sujeto experimenta su conversión y de ser
un marginado pasa a constituirse en un winner y cambia
su actitud frente al problema. Para decirlo redondamente: la
DC y sus amigas no son sino problemas, conflictos corporizados
y no enfermedades y la prueba está en que un simple cambio de
actitud sea tan decisivo. Y que todas ellas sean medicables se
explicaría como la participación necesaria de un sponsor
que garantiza la feliz culminación del proceso teleterapéutico.
Una nueva psicopatología
El DSM-IV ha consagrado, pues, una nueva
psiquiatría centrada en la noción de trastorno, otra
categoría tan imprecisa que prácticamente cualquier incordio
de la vida cotidiana puede ser considerado un trastorno e
ingresar como tal en el campo de lo patológico. Este
borramiento de los límites entre lo normal y lo mórbido viene,
no obstante, de más lejos. En Freud, encontramos una
distinción más o menos neta, aunque no estructural, entre las
personas sanas y los neuróticos y otros tipos de “enfermos”.
La neurosis es vista por él como un padecimiento grave que
afecta profundamente la vida toda del neurótico. Hoy en día,
decimos que, puesto que no hay sujeto que no esté sujetado,
esto es, que no padezca una Spaltung entre conciente e
inconsciente y como dicha escisión es invariablemente
acompañada por un síntoma, concluimos de ello que es “normal”
tener una estructura neurótica y por ello es que la palabra
“neurosis” ha perdido a nuestros ojos ese carácter de gravedad
que tenía en tiempos de Freud. Pareciera que esta nueva
psicopatología plena de siglas retomara la vieja idea
freudiana que enraíza los grandes cuadros clínicos con los
sucesos de la vida común, tal como lo hace en
Psicopatología de la vida cotidiana. No hace falta ser un
neurótico para tener lapsus u olvidos. Claro que aquí
se da un paso más, y no pequeño, puesto que ahora se ve como
patológico cualquier conducta exagerada, se renuncia a
cualquier intento de clasificación y ni siquiera se ensaya
decir algo acerca de la metapsicología y génesis de tales
padecimientos. Todo queda en el plano de la más elemental
descripción. De alguna manera, estamos en las antípodas de la
vieja semiología francesa, que había hecho de la descripción
psicopatológica un arte sumamente apreciable y rico. Claro que
algunos analistas, principalmente lacanianos, han probado
proveerlas de algún andamiaje teórico, por ejemplo, con la
anorexia y la bulimia- que no se sabe si es una enfermedad o
son dos, aunque parece que es una- y que encuentra su causa en
una especial dificultad para deglutir el significante.
Una nueva psicopatología que ya no expresa,
como la tradicional, cierta fascinación ante lo morboso, lo
diferente, sino que manifiesta una foucaultiana pasión por la
normalización. Es angustiante y aun peligroso apartarse
demasiado de lo que se estima normal. Los programas de TV son
un acicate para que nos escudriñemos con atención en busca de
diminutas irregularidades y mínimos excesos pues allí bien
puede anidar el germen de futuras anormalidades y es mejor- y
más económico- corregirlas apenas se las detecta, como si se
tratase de un cáncer que pudiera ramificarse desordenadamente
por todo el organismo.
Despedida
El monstruo progresa. Un programa más: esta vez
el tema son los sujetos que cometen actos antisociales. Se nos
muestra dos casos, uno de ellos bastante espectacular, por
cuanto se trataba de un joven de veintipocos años que, luego
de una vida muy irregular y bajo el efecto de la falta de
droga, asesinó a sus abuelos cuando éstos lo sorprendieron
robando en su casa. Ocurre que estos sujetos tienen un bajo
nivel de serotonina, el cual, combinado con un alto tenor de
testoterona, conduce a diversas formas de depresión que pueden
desembocar en los peores actos antisociales. Otra vez, los
omnipresentes inhibidores de la recaptación de serotonina son
la solución. ¿Habría, entonces, que universalizar la ingesta
de tales moléculas, quizá incorporándolas en los alimentos,
tal como ocurre con el yodo y la sal de mesa? ¿Qué culpa tiene
el pobre tipo que tiene bajo nivel de serotonina? Obviamente,
no está en sus manos evitar los efectos de esta lamentable
condición. Y ahora que está clara la causa, la responsabilidad
es de la sociedad toda que debe ponerse a trabajar para
rescatar a estos parias de la silla eléctrica.