Sobre las teorizaciones en
Psicoanálisis
Juan José
Ipar
jjipar@yahoo.com.ar
En el
Seminario 4, Lacan recuerda la humorada de Renán según la
cual la bêtise humaine donne une idée de l’infini
y agrega que, de haber conocido el tema, el filósofo
francés hubiese dicho lo mismo de “las divagaciones
teóricas de los analistas”.
En principio, Lacan nos advierte que las teorizaciones
psicoanalíticas son, si no infinitas, sí verdaderamente
muchas, es posible que demasiadas. Y pasa a ajustar
cuentas con unas cuantas, citando, a menudo in extenso,
varios trabajos de colegas de la época a los que examina y
critica en forma poco menos que demoledora. Cierto es que,
en esencia, les reprocha casi siempre lo mismo: la no
distinción entre los registros imaginario y simbólico,
cosa que inexorablemente los lleva a imaginarizar los
análisis, los cuales terminan desembocando en callejones
sin salida que eternizan y esterilizan el esfuerzo
analítico. He aquí, entonces, un motivo, digamos teórico,
que torna elefantiásico el cuerpo teórico del
psicoanálisis: el despliegue ilimitado de lo imaginario a
nivel de la teoría. Náufragos en tamaña inmensidad, la
mayor parte de los analistas no encuentra más salida que o
bien alinearse con algún maestro más o menos reconocido, o
bien tomarse la molestia de erigirse en autores con
pretensiones de originalidad, contribuyendo generosamente
de tal modo al continuo engrandecimiento de lo ya enorme.
Claro que muchos de los que se han resignado a seguir a
algún maestro igualmente colaboran con la proliferación,
pues se ven compelidos por algún extraño y liberal
designio a escribir múltiples trabajos para confirmar- y a
menudo ampliar- los dichos y afirmaciones de aquel del
cual se proclaman secuaces.
Más
adelante en el mismo Seminario,
dirige Lacan sus ponzoñosos dardos contra Otto Fenichel, a
quien, no obstante, reconoce un notable olfato
psicoanalítico. El problema comienza cuando el pobre
Otto teoriza: lo hace muy mal. A pesar de ello, la
acrimonia lacaniana parece dirigirse específicamente al
curioso hecho de que el libro de Fenichel esté tan bien
escrito, por más que es manifiesto que no lo considera
sino un texto mediocre y convencional en el que imperan la
sensatez y la medida. Allí, todo encuentra una explicación
en apariencia satisfactoria, de manera tal que las
cuestiones que se exponen y tratan quedan como cerradas y
resueltas. Fenichel no es el único: en los ’30, aparecen
varios Manuales de Psicoanálisis que compendian la
teoría psicoanalítica y la exhiben como un corpus
doctrinario ya más o menos completo y definitivo,
contrariando tantas declaraciones del propio Freud, que
abominaba de las exposiciones escolares y del espíritu
sistemático en general.
En efecto, teorizar es difícil y lo que Lacan tal vez no
haya advertido es que su propia obra escrita es una prueba
asaz contundente de tal aserto. Es cuando menos patético
oir a algunos de sus defensores intentar convertir dicha
dificultad en virtud. Se nos dice que Lacan no es un autor
más, que es un maestro y, en calidad de tal, puede darse
el lujo de ser oscuro y aun de contradecirse. La verdad es
que Lacan fue un talento que nunca necesitó de tan pobres
apologetas: un simple corrector de estilo hubiese bastado.
Se dirá con razón que el estilo es una fatalidad que hace
al mensaje, por lo cual bien podemos concluir que tal vez
la oscuridad sea el verdadero mensaje y los textos la
ocasión de materializarla. Pasarán otros 300 años de
universitarios tratando de aclarar este punto. Por lo
demás, tenemos el augusto precedente de Hegel. ¿Hay algún
filósofo más aclamado que Hegel? Todos se sienten movidos
a idolatrarlo, pero en la actualidad, a poco menos de dos
siglos de escritas, son muy pocos los que frecuentan sus
obras. Y no sin razón: ¿existe, acaso, algún libro más
soporífero y arduo que la célebre y celebrada Ciencia
de la Lógica? Dice bien Edgardo Castro
cuando dice que el trasmisor y, si se quiere, el inventor
de Hegel en el siglo XX fue Alexander Kojève, cuando
también en los ’30 daba cursos sobre el maestro berlinés
en París, a los cuales concurrió la crème de la
intelectualidad francesa del momento, incluido Lacan. Los
contados temas hegelianos en ese entonces tratados por
Kojève- la dialéctica del amo y el esclavo y algunas
figuras de la Fenomenología como la conciencia
desgraciada, la ley del corazón y el alma bella, por
ejemplo- son luego repetidos y reelaborados hasta el
cansancio: ése, el de Kojève, y no otro es el Hegel que
manejamos actualmente. Y todo ello es así porque la
oscuridad y complejidad de la prosa “teorizadora” de Hegel
desafía y derrota la paciencia y bravura del más pintado,
motivo por el cual casi todo el mundo, en connivencia con
dicha simplificación, termina comprando que ese Hegel de
Kojève es todo Hegel.
Tres casos de Françoise
Dolto
En una
recopilación hecha por David Nasio,
se nos presenta una especie de resumen de tres casos
clínicos conducidos por Dolto, verdadera vaca sagrada del
empíreo lacaniano.
Según el orden del libro, el primer caso es el de la niña
del espejo, el segundo es el de Léon, el niño sin espalda,
y el tercero el de Agnès,
una bebé de apenas unos pocos días de vida.
Comenzaremos por el tercer caso, el de la bebé. En él, se
nos refiere que Dolto es llamada por teléfono por el padre
de la niña,
quien, desesperado, le dice que ésta se niega a tomar el
biberón, a pesar de la insistencia con la que se ha
tratado de alimentarla. Hay por allí una tía que colabora
con sus intentos, pero todo resulta inútil, aun cuando la
criatura da señales evidentes de tener hambre. La pequeña
fue amamantada por su madre durante cinco días pero,
lamentablemente, ella debió regresar al hospital para ser
intervenida por un problema ginecológico. Un médico
consultado recomienda la intervención de Dolto, quien
atestigua que, durante la comunicación telefónica, vino a
su mente un recuerdo acerca de “la importancia de la
imagen olfativa que parece preceder a la imagen oral”.
Ipso facto, recomienda al padre que vaya al hospital y
obtenga una prenda interior de la madre que haya retenido
el olor de ésta. Luego, debe rodear con ella el cuello de
la bebé y presentarle el biberón. Un tiempo después, Dolto
se entera por los padres, ya reunidos, que la niña aceptó
inmediatamente el alimento que se le ofrecía.
En
resumen, lo que aquí tenemos es una intervención exitosa
que culmina con la niña recibiendo el alimento: de eso se
trataba, de que mamara. Pero Dolto va más allá y concluye
con la hipótesis de que mamó porque se le restituyó un
estímulo olfativo decisivo para que la alimentación se
verificase. A partir de estas afirmaciones de Dolto, se
nos induce a generalizar e inferir algo así como que
todos los niños pequeños necesitan del olor de la madre
para calmarse y mamar. ¿Es ésta una proposición
sostenible? Se trataría de una afirmación en apariencia
científica, bien que gratuita, puesto que no se añade
ninguna probanza al estilo de las que la ciencia aporta
cuando se aspira a que alguna hipótesis califique como
científicamente válida. Dolto aplica algo que escuchó y
que, por vía asociativa, le vino a las mientes en el
momento de la consulta del padre. Nada se nos dice acerca
de qué tipo de hipótesis barajó en su rememoración. ¿Habrá
sido un estudio multicéntrico con miles de madres y
lactantes, con grupos testigos, seguimientos alejados,
etc., al modo de Margaret Mahler? ¿Cuál es, en definitiva,
la o las sustancias aromáticas que las madres desprenden?
¿Se tratará de un estudio meramente empírico semejante al
que comprueba que los bebés llorosos en las nurseries
se duermen pacíficamente cuando les ponen una grabación
con los latidos cardíacos de la madre? ¿Se relaciona con
esos programas de TV que vemos hoy en día, en los que se
da por cierto que existen feromonas humanas que producen
una intensa seducción inadvertida tanto por el o la que
las exhala cuanto por el o la que las huele? Es posible,
pero no es creible que en aquellos años Dolto dispusiera
de tal cúmulo de información. Karl Abraham fue de los
pocos autores psicoanalíticos que destacó en un par de
artículos la importancia del olfato, aunque circunscribió
su observación a las perversiones.
Así pues, lo más probable es que la analista francesa
simplemente recordara alguna mención más o menos puntual,
quizá en un historial, y a título de hipótesis plausible
más que de teoría debidamente contrastada.
Podemos,
empero, entender el éxito de la intervención de Dolto sin
recurrir a suposiciones pseudocientíficas que apelen a un
incierto aroma que la bebé estaría en condiciones de
captar infaliblemente a pesar de su evidente inmadurez
neurológica. En las especies animales estudiadas, por el
contrario, es la madre la que identifica certeramente a su
cría por medio del olfato y no la confunde con ninguna
otra. Estamos autorizados, entonces, a asumir que la bebé
nada olió. Ni comió porque le fue restituido el olor
sedante de la madre, ni dejó de comer antes porque le
faltase dicho olor. Lo que sí advertimos en la breve
reseña es la atmósfera de nerviosismo e incertidumbre que
envolvía a la niña: el padre y la tía no se conciertan
debido a que se hallan evidentemente sumidos en la
angustia. Ëste es un dato empírico que cualquiera que haya
criado niños puede confirmar sin rastro de duda: los niños
pequeños tienen dificultades para comer, para dormirse y
para lo que sea cuando el que los alimenta o acuna está
angustiado, enojado o afectado por cualquier emoción
intensa. La niña sencillamente reacciona como puede-
negativismo- y rechaza incorporar el caos angustioso que
la circunda. Dolto, por su parte, tiene el aplomo
necesario como para dar un golpe magistral:
por medio de la prenda, reintroduce a la madre en la
escena. Ahora ella está de algún modo presente y dicha
presencia permite una espera menos ansiosa de su retorno
del hospital.
Teorizar
sobre olores originarios y atávicos resulta ser,
curiosamente, un expediente del orden de lo imaginario, es
suponer que hay un elemento faltante- en este caso la
madre- que puede ser restituido sin resto. Lo que faltaba
era la madre en tanto lugar simbólico
y gracias a la triquiñuela de la bata es el padre el que
puede ahora ser capaz de ocupar el lugar de la madre
ausente y recomenzar con la alimentación de la niña.
Parafraseando al Lacan del Seminario 4, diremos, entonces,
que la intervención de Dolto fue eficaz debido a que con
su indicación logró que el padre supliera a la madre en su
función simbólica de alimentadora. Así, la madre faltante
se transformó en una madre temporariamente ausente, en
tanto alguien la sustituye en su función.
Tenemos,
por tanto, que creyendo hacer una cosa, Dolto hace otra,
es decir, aplicando una hipótesis oída alguna vez, esto
es, recurriendo al saber imaginario de la ciencia, realiza
una operación de otro orden, a saber, restaura el lugar
simbólico de la madre y con él la función de la
alimentación puede ser re-anudada. Pero ésta no es la
teorización que elucubra Dolto, quien queda enredada en el
mundo de las imágenes y los perfumes y, cosa más grave,
pretende saber qué es lo que hace y dicho saber se
corporiza en su teoría olfativa. Es una suerte de soberbia
típica de los analistas suponer saber qué es lo que
hacemos cuando intervenimos. Efectivamente, si supiéramos
cumplidamente lo que hacemos, podríamos ser docentes y
enseñar el psicoanálisis tal y como se hace en tantos
otros campos del saber y aplicarlo en forma directa. Un
analista puede devenir maestro no por incrementar la
abundante teoría ni por enseñar estrategias lúcidas e
impactantes para usar con los pacientes, sino porque es
capaz de trasmitir eso que llamamos con deliberada
vaguedad el espíritu psicoanalítico, dando testimonio con
ello de su paso por la castración y no de su inteligencia
o de su pedantería. Dolto tuvo la sagacidad
de tirarse al agua y recomendar un curso de acción
apelando básicamente al sentido común- cualquier lego se
da cuenta de que el problema es que la madre no está- más
que a su formación- el tema del olor materno. En sus
artículos sobre la telepatía, Freud cuenta que las
tarotistas usan las cartas como aquí Dolto usó el recuerdo
de lo que había leído o escuchado en torno al olor
materno: para distraer su consciente y captar mejor las
tribulaciones del consultante. Claro que ellas no dicen
esto; no admiten ni sospechan que no saben lo que hacen,
sino que, en cambio, están seguras de que las cartas dicen
efectivamente lo que ellas a su vez comunican a sus
clientes. En estos casos, hay que plantear, como lo hace
Freud, la posibilidad de una percepción inconsciente entre
las personas, punto éste muy difícil de teorizar y que
sólo podemos postular de modo problemático, admitiendo que
el polo de la percepción y el de la conciencia no
coinciden y que, por ende, es menester asumir que tenemos
muchas percepciones de las que no alcanzamos a ser
conscientes.
Quizá de este modo extraño y paradojal funcione eso que
llamamos genio o talento. Es una aporía de difícil
solución: para ser eficaz, es necesario creer estar seguro
de saber qué se está haciendo, aunque, a la postre, el
saber invocado y trasmitido se nos revele más tarde como
una racionalización o, más sencillamente, como un producto
imaginario. La animosa Dolto ciertamente poseyó esa rara
habilidad para el retruécano,
para responder con seguridad en los momentos de apremio y
muchos de sus éxitos terapéuticos fueron posibles merced a
esta capacidad suya de improvisar y enfrentar emergencias.
El primer
caso de Dolto en el texto mencionado es el de la niña
del espejo. En él se nos relata que la analista
francesa recibe a la paciente cuando ésta contaba cinco
años, dos años después de una experiencia altamente
traumática, en la que, recién llegada de EEUU a París con
sus padres y un hermano menor aun bebé, debió permanecer
durante horas en una habitación en la que había una
profusión de espejos con la única compañía de una niñera
francesa que apenas hablaba alguna palabra en inglés. La
madre cuenta que “desde aquella época, la niña nunca
volvió a tomar algo con las manos”, replegando sobre el
torso los antebrazos y dando a entender que “se había
vuelto fóbica a los contactos”.
Dolto se
limita a ofrecerle pasta para modelar, diciéndole: “Puedes
tomarla con tu boca de mano”, a lo cual la niña responde
llevándosela a la boca ayudándose con el brazo, cosa que
hacía muchos meses que no hacía. E inmediatamente teoriza:
“Yo le había puesto una boca en su mano”.
En otro texto allí citado,
agrega que, luego del destete, la zona erógena oral se
desplaza a las manos, las cuales “actúan como bocas
prensiles sobre los objetos y, palpándolos, los niños
pequeños aprecian sus formas”. Lo que sigue es una
ampliación- y en cierto sentido una corrección- de la
famosa teoría lacaniana del estadio del espejo, según la
cual la experiencia de enfrentar el espejo produce una
asunción jubilosa de la imagen allí percibida, cuya
completitud contrasta con la incoordinación corporal
experimentada por el bebé a causa de su inmadurez
neurológica. La niña en cuestión, empero, ya había pasado
por su experiencia del espejo como integradora de la
imagen corporal; lo que le ocurre a los dos años y medio
es que se enfrenta sola- sin referentes que la sostengan-
con una multiplicidad de espejos que producen un efecto
siniestro que la sume en la angustia. Dolto se aproxima
aquí a una concepción borgeana y aprensiva de los espejos.
Ëstos nos informan cómo nos ven los demás, cosa bien
diferente de la propia sensación de existir que tenemos
habitualmente. Resulta que somos esa cosa que aparece en
el ázogue y con la cual no nos identificamos tan
fácilmente. Pero, más allá de ello, lo que pasó fue que la
niña se vio fragmentada y multiplicada por los muchos
espejos que la rodeaban sin contar con una presencia que
mediara y sostuviera la inquietante experiencia. Madre y
espejo deben ser uno solo,
la multiplicación indiscriminada de imágenes parciales
produce confusión, angustia y compromete la habitual
sensación de existir.
La tentación psicológica
En este
historial de la niña del espejo, Dolto hace un amplio uso
de lo que constituye su aporte personal a la teoría
psicoanalítica, el cual gira en torno a la noción central
de imagen inconsciente del cuerpo, concepto que comienza a
elaborar en los años ’40 y redondea en los ’50. En el
Seminario 4 que ya hemos mencionado, en la reunión del 5
de diciembre de 1956,
Lacan en persona aprueba expresamente una exposición suya
del día anterior acerca de la imagen inconsciente del
cuerpo. El caso de la niña del espejo y el de Léon, el
niño sin espalda, son entendidos ya exclusivamente
en función de la teoría “doltoiana” de la imagen
inconsciente del cuerpo. No tenemos delante, pues, una
ocurrencia teórica puntual con inciertas aspiraciones a
ingresar en la teoría general, sino un desarrollo complejo
que apunta tanto a explicar las vicisitudes y oscuridades
de una clínica cuanto a decir algo acerca del desarrollo
temprano infantil y la constitución de la subjetividad. Al
concepto de imagen inconsciente del cuerpo se suman el de
castración simbolígena, el de imagen de base y los de
imágenes funcionales y erógenas y otros que conforman una
constelación conceptual y una visión particular y original
no sólo de la psicopatología sino también de la psicología
evolutiva.
De tal
modo, Dolto engrosa la larga lista de psicoanalistas que
aspiran a alcanzar un saber psicológico, especialmente en
lo tocante al desarrollo emocional temprano y lo hace
tomando como ejemplos los análisis o tratamientos que le
tocó conducir. Así, en el caso de Léon, Dolto considera
que hay un punto de inflexión en la cura cuando en una
sesión el niño logra comunicar que “...cuando se vaya, la
silla se quedará con su espalda...él ya no tendrá más
espalda”, dicho que acompaña con una risita sarcástica y
sugestiva. En conexión con sus propios desarrollos, Dolto
entiende que “al serle restituida la imagen del cuerpo,
Léon habla”
y, efectivamente, a la sesión siguiente, Léon camina
directamente a su silla, se sienta normalmente y habla de
su padre que ha partido, etc.. No es nuestro cometido
tratar aquí in extenso el caso de Léon ni hacer un
comentario crítico sobre la teoría de Dolto de la imagen
inconsciente del cuerpo; solamente queremos mostrar cómo
funciona en estos historiales la teoría que la analista ha
desarrollado- otros, a su turno, pueden tomar prestada la
teoría a la propia Dolto o a otro analista “teórico”- y
ver cómo, una vez redondeada, se asume que la teorización
tiene un valor poco menos que universal y, finalmente,
cómo se hace entrar en ella a todos los pacientes.
Tenemos,
entonces, un saber generalizador y aplicable.
Cuando oimos decir que “Dolto, Lacan o Winnicott o el que
sea es muy clínico” se elogia justamente el hecho
de que las teorízaciones de dichos autores le sirven al
declarante para descifrar lo que pasa en su consulta. No
habría, en rigor, análisis sino aplicación de las
teorizaciones de los grandes maestros. Se pierde la
atopía que Lacan señalaba en el Seminario 8 acerca de
Sócrates
y que sería asimismo algo que se podría esperar de un
analista: en adelante se interviene desde Lacan,
desde Dolto, etc. como si tal cosa honrara sus
ilustres memorias y aproximara a aquellos que así proceden
a algún tipo de verdad garantizada. Paralelamente, como
estas teorizaciones además de aplicables son enseñables,
surge un mercado de profesores que introducen a quien lo
desee en las complejas alternativas de las respectivas
obras de estos maestros, amén de conferencias,
supervisiones, libros, asociaciones que garantizan
trasmisiones, etc., todo lo cual ayuda a la difusión de un
verdadero merchandising psicoanalítico. Nadie
escapa ni puede pretender escapar a todo este grotesco,
aunque es posible contaminarse en diferentes dosis y con
diversos efectos colaterales. Como decía Descartes, para
poder filosofar hay que huir de la comedia humana pero no
sin antes haber aprendido lo que ella como nada puede
enseñar: la impostura, la elocuencia vacua, la vanidad en
su infinita variedad, la multiplicidad de las opiniones,
los prejuicios, etc., en suma, la bêtise de la que
hablaba Renan. Pero, en algún momento, es imperioso
apartarse un poco y poner todo ese lote en perspectiva y,
como se pueda, tomar distancia de la tentación psicológica
que mencionamos, es decir, de la producción de teorías con
veleidades de verdad y desistir también de convertirse en
un difusor o “aplicador” de las teorías propias o de algún
maestro, por más legítima que sea la admiración que le o
nos profesemos.