La cuestión de la técnica
Juan José Ipar
Introducción
Hay un considerable lote de
preguntas que nos hacemos corrientemente a propósito de la
posibilidad y utilidad de las técnicas para abordar el
padecimiento psíquico en sus variadas formas. Pero todas
estas preguntas se dejan resumir en una sola: ¿cómo
logramos influir sobre los demás y cambiar sus conductas?
Técnicas propuestas hay muchas y aún Dale Carnegie tiene
la suya. Aquí nos ocuparemos tan sólo de tres de ellas: la
técnica de la seducción, aplicable a personas reprimidas
con cierto deseo inconsciente por ellas insospechado, la
freudiana, apta para pacientes histéricos, y la supuesta
“técnica” lacaniana, aparentemente enderezada al
tratamiento de pacientes obsesivos. Diremos también una
palabra lateral en referencia a la técnica kleiniana. La
inclusión de la técnica de la seducción, que no es
terapéutica más que ocasionalmente, se justifica debido a
que constituye una suerte de técnica madre de toda otra
técnica por medio de la cual alguien puede pretender
influir sobre los demás. Hay que decir, además, que no
pocos análisis terminan resultando meras seducciones en
los que los propios analistas ofician de seductores a
pesar de sí, aunque no pocas veces son los pacientes- en
especial algunos psicópatas que por algún motivo piden
análisis- los que hacen caer en sus redes a sus ingenuos
analistas.
La técnica de la seducción
Existe
una multitud de films para televisión- asumo que
nadie se atrevería a presentar en una sala de cine
semejantes adefesios- que tienen una estructura argumental
semejante: por diversas circunstancias- un blanco en su
vida- una mujer soltera o sola de cierta edad e ignorante
de su insatisfacción aterriza de vacaciones en un lugar-
en general, una playa- en la que conoce a alguien
que le cambia la vida. Ese alguien es por lo común
un hombre más joven con aspecto de gigoló de
segunda clase que logra lo impensado, a saber, seducir a
la mujer para, por supuesto, extorsionarla luego con
fotografías, cartas o algún otro objeto que comprometa la
honra de la incauta. La atribulada dama recurre entonces a
diversos expedientes para escapar al chantage de su
seductor. Lo que aquí nos interesa es captar cómo logra el
hombre atraer a su víctima y arrastrarla a los excesos
merced a los cuales puede luego aprovecharse de ella. Lo
que el hombre logra puede ser entendido como un “progreso
en la sexualidad” de la mujer, que se entrega a sus
caprichos sin grandes resistencias. Y todo ello en pocos
días. En resumen, obtiene de ella lo que ningún analista
alcanzaría tras muchos años de análisis: una desinhibición
repentina de su reprimida sexualidad.
Puede
argumentarse que la mujer se halla predispuesta a una
aventura galante (Erlebnis) por el simple hecho de
trasladarse “sin saber bien porqué” a un lugar que no va
con ella y en el cual la sexualidad florece: temperaturas
cálidas, pocas ropas, palmeras, tragos, en fin, todas
imágenes de goce, no casualmente las mismas por medio de
las cuales las compañías de turismo intentan atraer la
lujuria de sus clientes. Hay en nuestra dama, pues, un
estado previo de exaltación erótica que ella no reconoce
sino oscuramente, aunque podría contrargumentarse que
dicho estado está en ella como agazapado y permanentemente
a la espera de una ocasión propicia para manifestarse y no
únicamente en este verdadero viaje iniciático. La
inadvertida dama ignora que desea ser seducida y, un paso
más, maltratada por “un buen mozo miserable y abusador”,
figura fantasmática que cualquier mujer medianamente aguda
(o analizada) reconoce inmediatamente como personaje
central de tantísimas fantasías diurnas.
Otro
punto importante es que toda la aventura playera apunta a
una moraleja, según la cual abandonar la represión
habitual trae consigo consecuencias peligrosas y
angustiantes para aquellos que se atreven a desafiar,
siquiera una única vez, sus mandatos y exigencias. “Que no
le pase a Ud. lo que a esta pobre mujer, que tanto debió
pagar por un momento de desvío y tentación”. Tal fue lo
que le ocurrió a la malhadada Ana Karenina, empujada a la
deshonra y al suicidio por decidirse a disfrutar de las
efímeras mieles sexuales que le proponía el inconstante
conde Bronsky. Pero, más allá de todo lo que pueda decirse
de este popular fantasma femenino, subsiste como pregunta
para nosotros cómo logra el seductor un tal “progreso en
la sexualidad” en forma tan rápida y efectiva. Queda claro
que cuenta con la no pequeña ventaja de que existe en la
mente de su víctima un Klischee que gobierna
inconscientemente su sexualidad. El ya existe para ella
antes de encontrarse y puede decirse que ella encuentra
exactamente lo que [no sabe que] busca. Pero, no obstante,
todo ello no empaña los méritos de su elemental y efectiva
técnica.
Describámosla sucintamente: en un comienzo, un impacto
estético generalmente visual, en el cual él se le aparece
fugazmente como sexualmente deseable y dominante; el
segundo paso consiste en un acercamiento en el que él se
muestra atento y humilde y, finalmente, la propia escena
de la seducción, en la que el hombre vence las
resistencias de la mujer ejerciendo una dosis de violencia
variable según el caso. Aclaremos que no hemos descubierto
nada novedoso y que esta técnica ya fue expuesta en
múltiples novelas y textos como, por ejemplo, en las
Liaisons dangereuses del caballero Choderlos de
Laclos, cuando describe la maquiavélica seducción de la
burguesa Presidenta Tourvel por el libertino vizconde de
Valmont. La figura del pecador arrepentido en busca de la
ayuda de una mujer virtuosa para regenerarse es retomada
por Stendhal en Rojo y Negro y aún en Drácula,
que sólo puede ser exterminado por una mujer honesta. En
la célebre Cyrano de Bergerac, la seducción de la
prima es llevada a cabo por dos hombres, por el militar
apuesto que protagoniza el primer momento, por el mismo
Cyrano, cuya facundia e ingenio se encargan del segundo
tramo de la encomienda, y nuevamente es el militar quien
se queda a la postre con el ansiado premio del tercer
momento. La “ingenuidad” de la joven prima permite el
quid pro quo que se devela tardíamente cuando
el pobre Cyrano se halla in articulo mortis.
A la luz del análisis, podríamos arriesgar que quizá la
prima no era tan tontorrona como aparentaba y que,
simplemente, se erotizaba en el balcón con las encendidas
palabras de Cyrano pero prefería al apuesto militar en su
lecho.
El primer
momento, el de la presentación, es el momento de la
mirada y es el fundamental, pues en él se verifica la
captura imaginaria de la supuesta víctima, que es
cautivada por una imagen (en este caso, de dominación y
poder). El segundo momento, el de la representación,
es propiamente engañoso, puesto que en él el seductor da
una imagen falsa de sí por medio de las palabras: se
presenta como alguien arrepentido, humilde y necesitado
que requiere la ayuda o consideración de la futura víctima.
Este segundo momento es doblemente engañoso, pues, en
realidad, la representación que en él tiene lugar sirve
únicamente para desplegar y potenciar el erotismo
desencadenado en el primer momento. El tercer momento, el
de la consumación de la seducción, es como un retorno al
primer momento de poder y dominación, pero ya en el cuerpo
a cuerpo, y en él se hace evidente que el seductor
demuestra su superioridad, que no es meramente física,
sino que se refiere a un “saber qué hacer” con la
erotización alcanzada en los dos primeros momentos. El
seductor pone en acción un saber previo, verdadero objeto
de la fascinación de la víctima. Digamos de paso que la
seducción femenina sigue los mismos pasos, incluyendo el
tercero, en el cual vemos a una rubia pulposa y decidida
empujar a la cama al timorato, que no atina a reaccionar
más que con una poderosa erección.
Este tipo
de seducción en tres pasos es propia de la Modernidad
burguesa, típicamente hipócrita y necesitada de
mediaciones. A Zeus o a cualquier dios o héroe de la
Antigüedad le bastaba la esplendorosa exhibición del
primer momento para pasar directamente al tercero de
semiviolación semiconsentida. La bellísima Helena de
Troya, por su parte, suscitaba inmediata e
irresistiblemente el eros en sus desprevenidos y
encantados admiradores. En el caso Dora, Freud nos da una
pista acerca de esta inmediatez perdida cuando nos dice
que Dora debió necesariamente erotizarse cuando K
se le abalanzó, apoyando su genital erecto contra el pubis
de la muchacha. Esta presión del genital de K es luego
utilizada en la producción de un síntoma por
desplazamiento hacia arriba y revive como alucinación
histérica (opresión en el pecho). Veladamente- están
vestidos-, K trae su genital erecto a la escena y lo
presenta ante Dora, cuyo genital, según Freud, responde
necesariamente en forma positiva a esta manifestación
de erotismo por parte del hombre (que “aún era joven y
atractivo”). La histeria de Dora frustra esta escena y no
hay “progreso en la sexualidad” sino síntoma y Dora deberá
conformarse con consultar el diccionario para saber lo que
desea y no desea conocer (ver el segundo sueño).
La triste
historia de Cyrano muestra cuán importante es la belleza
física y el no desdeñable arte de presentarse
corporalmente ante los demás. No es, claro, una cuestión
de mera belleza física, que no es más que regularidad de
los rasgos, especialmente del rostro, sino de cierta
indefinible apostura corporal que denota seguridad y
autodominio. Como ya quedó dicho, se trata de la
manifestación exterior de un saber acerca de la
sexualidad, un saber qué hacer con ella. ¿Qué sabe el
seductor o el libertino que no sabe- o que prefiere no
saber- su víctima? Simplemente, no tiene exageradas
ilusiones en el campo amoroso y de alguna manera es capaz
de darse cuenta de que estamos gobernados en último
término por automatismos que nos trascienden como sujetos.
Tiene una visión descarnada de las relaciones humanas y
las reduce a mecanismos y resortes cuya eficacia excede el
de la voluntad de los sujetos. Los neuróticos,
especialmente los histéricos, están dominados por una
expectativa amorosa que les obnubila por completo, cosa
que los torna especialmente aptos para caer seducidos por
farsantes que los aprovechan y resulta increíble que,
siendo- algunos, por lo menos- personas de clara
inteligencia y profunda cultura, tropiecen tan a menudo
con historias de amor tan bobaliconas como sufridas.
La
técnica freudiana
Aquí nos
ocuparemos sólo de un dicho de Freud que se encuentra en
Psicoterapia de la Histeria, en el que dice que su
técnica se endereza a pacientes histéricos y, aunque puede
aplicarse a otros pacientes no histéricos, curará en ellos
“lo que tengan de histéricos”. Vale decir que Freud
encuentra una correspondencia o una analogía entre los
mecanismos productores de la histeria y su propio método,
que sería capaz de deshacer la trama sintomática urdida en
función de tales mecanismos. Esta correspondencia ya había
sido planteada con ligeras variantes por Babinski y por el
propio Breuer: los síntomas histéricos son efectos de una
suerte de autohipnosis o autosugestión, quizá debida a la
degeneración mental a lo Morel, tan en boga por aquellos
tiempos. Lo interesante es que, según Babinski, dicha
sugestión podía ser deshecha por una contrasugestión de
signo contrario por parte del médico, de allí la
importancia que tendrá el Drang (apremio) en los
primeros tiempos de la técnica psicoanalítica. El Drang
es por completo análogo a la violencia que el seductor
ejerce en el tercer momento del proceso seductor y,
agregamos ahora, a la violencia del exorcista sobre el
poseído, por la cual logra finalmente expulsar al demonio,
resolviendo de tal modo la tensión ocasionada por la
posesión.
El
Drang, el hecho de que el analista reclame y ejerza un
derecho a violentar al sufriente, es efecto de un saber
que el médico dice poseer y en el que el paciente confía.
De últimas, es por ese saber que el paciente está allí.
Freud le aseguraba que el recuerdo buscado, por
ejemplo, aparecería ni bien él pusiese la mano sobre su
frente. Esta certeza sugestiva es asimismo una muestra del
poder (Macht) curativo del médico, mezclando
baconianamente de tal modo saber y poder.
Más
adelante, Freud se da cuenta de que esta mezcla de saber y
poder tiene eficacia sobre el paciente aún sin el Drang
y que podía prescindir del mismo “sin perderse de nada
fundamental”. Lo esencial está en otro lado, en un campo
de batalla (Gebiete) que llamó transferencia.
Puesto que el “progreso en la sexualidad” no iba a ser
usufructuado por el propio analista y éste, que como
Cyrano trabaja para el goce de otro, debe permanecer en el
campo de las palabras, retirando el cuerpo de la escena.
Freud comprendió que, aun renunciando a una aventura
galante (Erlebnis) con sus pacientes, la cura
progresa únicamente si el analista logra hacerse amar por
ellos (admirar, en el caso de pacientes varones). El amor
transferencial es, pues, un amor destinado a la no
consumación y al desengaño por su índole incestuosa,
puesto que no es sino una reviviscencia alejada del amor
edípico infantil hacia los padres. El “progreso en la
sexualidad” no se verifica en el ámbito mismo del análisis
y se ve sustituido por un “progreso en el saber”, desde
que el mismo Freud dice que el fin del análisis consiste
en la adquisición de un saber (Erwerbung einer
Wissen) o en un tornarse sabedor (wissend).
El buen
suceso de la cura se basa, pues, en la integridad moral
del propio analista, quien con su renuncia (Verzicht)
da un ejemplo de moralidad y virtud que debe ser
correspondido necesariamente por su paciente.
De allí que los acting out y la reacción
terapéutica negativa, en suma, la ingratitud de los
pacientes o su incapacidad de apreciar el esfuerzo
realizado por su analista hayan sido dos situaciones
problemáticas cruciales a lo largo de la historia de la
técnica psicoanalítica. Por ello es que Freud descartaba
como inanalizables o indignos de ser analizados a personas
que hubiesen dado muestras de ser incapaces de refrenar
medianamente las tendencias asociales que anidan en lo
profundo del psiquismo de todos. La técnica freudiana no
sólo se limita a analizar lo histérico en el paciente sino
que, además, no debe ser aplicada a sujetos que no sean
merecedores de ella.
En la correspondencia que intercambia con el psicoanalista
italiano Edoardo Weiss, vemos cómo Freud lo conmina a “no
perder su tiempo con un sujeto despreciable”, un esloveno
que tenía antecedentes de haber engatusado al prójimo y,
en otro caso, le recomienda sin ambages que envíe al
aspirante a paciente a una clínica conocida por la
severidad de sus tratamientos- la de Groddek- y, en último
extremo, le sugiere que la familia encare la deportación a
Sudamérica del peligroso sujeto. Estas afirmaciones de
Freud suenan extrañas a quienes únicamente han leído sus
textos destinados a la publicación, en los que Freud se
cuida muy bien de hacer afirmaciones o recomendaciones tan
contundentes, aunque la idea de que no cualquiera es apto
para un análisis se deja traslucir claramente y la
cuestión de la analizabilidad será para sus sucesores una
cuestión central en sus desarrollos técnicos.
Pero,
además de esta barrera ética, hay una barrera
epistemológica que limita la técnica: ésta no es aplicable
a pacientes graves. Los perversos no serían analizables en
la medida en que su propia perversión no les resulta una
carga angustiante, razón por la cual raramente solicitan
análisis y, si lo hacen, ello suele deberse a que quieren
hacer ver a sus allegados que se han esforzado, al menos
por un tiempo, en liberarse de ella. La demanda de
análisis en estos casos no es sincera y esta falta de
sinceridad es una barrera a la vez moral y epistemológica.
Los pacientes psicóticos, por su parte, son
epistemológicamente inaccesibles, bien debido a la
introversión libidinal que predomina en algunos de ellos
(esquizofrénicos), bien a causa de las certezas delirantes
irreductibles a las que se niegan a renunciar
(paranoicos). Los psicóticos en su conjunto son incapaces
de asociar libremente y no pueden, por tanto, acatar la
regla fundamental que rige la técnica clásica.
La
técnica queda, pues, confinada a los pacientes neuróticos
y, entre ellos, especialmente a los histéricos. Los
obsesivos plantean algunos problemas técnicos adicionales
en la medida en que su impresionante tendencia a
racionalizar encuentra en el dispositivo analítico
tradicional una excelente ocasión para esterilizar el
esfuerzo analítico por medio de extensas lucubraciones e
interminables aclaraciones. Ciertas modificaciones a la
técnica clásica deben ser introducidas para tratarlos.
Entre
nosotros, David Liberman postuló que el analista debe
adecuar su estilo comunicativo al estilo de su paciente.
Así, a un paciente histérico, dado a los excesos
sentimentales, conviene dirigirse en un conciso estilo
esquizoide. El analista evita de tal modo enredarse en los
devaneos en los que el paciente intenta hacerlo
participar. Según este autor, no basta con disponer de una
regla fundamental y un variado arsenal de consejos que
preserven lo que en otro lugar hemos denominado con
intencionada vaguedad el “espíritu psicoanalítico”, sino
que es menester contar con una estrategia para encarar con
eficacia la labor psicoanalítica. Para ello debe contarse
con una técnica evaluativa de los procesos semióticos que
se registran en las sesiones, siendo ésta- la sesión- y no
el paciente el verdadero objeto de estudio del analista.
Pareciera haber aquí una especie de sinceramiento en lo
referente a la asociación libre y la atención flotante,
por cuanto se deja de lado ese engañoso pedido de asociar
libremente- que los pacientes traicionan continuamente,
sin molestarse en advertir de ello a su analista- y el
analista abandona la actitud absichtlos
(literalmente, “sin intención”) que preconizaba Freud y
atiende a una estrategia elaborada a partir de la
evaluación hecha de lo que ha venido ocurriendo en las
sesiones previas.
Digamos
lateralmente que un enfoque como éste tiene una gran
ventaja sobre los demás: esta verdadera cientifización de
la labor analítica asegura la posibilidad de trasmitir
adecuadamente los resultados de lo que se ha investigado,
aunque corre el no pequeño riesgo de reducir el
psicoanálisis a una variedad de semiótica aplicada, en
este caso a la sesión.
La
técnica lacaniana
Desde la
perspectiva lacaniana, este loable propósito de dotar a la
técnica psicoanalítica de un ropaje científico que permita
planificar y anticipar estrategias no es sino una
expectativa del orden de lo imaginario, una aspiración
difícilmente realizable. No encontramos en todo el
corpus lacaniano- en lo que se conoce, al menos- algo
equivalente a los llamados escritos técnicos de
Freud, en los que se le trasmita a quien quiera dedicarse
al análisis de pacientes consejos o sugerencias acerca de
cómo encarar su práctica. En círculos lacanianos, se
repite continuamente que no hay técnica y que cada cual
habrá de desarrollar su propia manera de intervenir con
sus analizantes.
Así las
cosas, pareciera que no hay de dónde obtener información
de cómo analizaba Lacan sin recurrir al testimonio de
personas que se analizaron directamente con él o a
trascendidos de allegados para darse una idea siquiera
aproximada de su “técnica”. Lacan tenía una enorme
cantidad de analizantes: se habla de que conducía 60
análisis didácticos en la época en que aún pertenecía a la
IPA, amén de otros analizantes que no eran candidatos de
la Asociación. Tamaña cantidad de analizantes no le
impedía dictar su seminario, escribir, estudiar (chino y
topología, por ejemplo) y dedicar mucho de su tiempo a los
extenuantes enredos políticos del mundillo psicoanalítico
parisino de entonces. Conclusión: todo ello es posible
únicamente gracias a la llamada sesión breve. Según
los testimonios directos, Lacan sólo dedicaba unos pocos
minutos a cada sesión y en los últimos y borrascosos
tiempos de su vida era excepcional que retuviera a sus
consultantes más de cinco o diez minutos.
Algunos
chismes y embelecos- que no por falsos dejan de merecer
ser tomados por ciertos- hablan de que el acortamiento de
la sesión
tuvo su primer origen en un paciente obsesivo que
preparaba una tesis acerca de Dostoievski y atormentaba a
Lacan con interminables disquisiciones acerca de su
trabajo sobre el novelista ruso. Señalamos más arriba que
los obsesivos suelen utilizar las reglas del encuadre
analítico para esterilizar su efecto recurriendo a
cansadoras racionalizaciones sobre lo que se dice en la
sesión. Adoptan el aire de pacientes diligentes que
únicamente buscan comprender “exactamente” lo que el
analista dice o quiere decir, con el fin de suprimir, o
por lo menos atenuar, el efecto emotivo que sus
descubrimientos les provocan, el cual queda finalmente
sepultado bajo esta farragosa pseudocomprensión defensiva.
Por ello es que ya los analistas clásicos decían que las
cosas iban bien con los obsesivos cuando éstos salían
confundidos de la sesión y aconsejaban, por ejemplo, jamás
acceder a sus deseos de que se les repita algo que los
haya impactado emocionalmente, pues la repetición
solicitada no apunta a aclarar nada sino a destruir el
impacto recibido. Es común que pacientes de este tipo
vengan a la sesión siguiente de una sesión importante con
una contrateoría que gustan exponer con fruición y
minuciosidad, buscando de tal modo oponerse a lo
interpretado por su analista. Freud hablaba de la falta de
sinceridad de estos pacientes, que superficialmente
parecen muy dispuestos a colaborar con la labor analítica,
pero que muestran con el tiempo una obcecada resistencia a
someterse a un punto de vista analítico. Lo decimos así
porque, en la óptica de estos pacientes, analizarse no es
sino adoptar sumisamente las teorías y opiniones
del analista o, más ampliamente, de la teoría que éste
encarna. Producir cierto grado de confusión en ellos es
bueno porque implica destruir sus intelectualizaciones sin
darles tiempo ni ocasión a que las reemplacen por otras.
En este
aspecto, la técnica analítica lacaniana de la sesión breve
se asemeja a la técnica de los maestros zen, quienes,
descreyendo de la utilidad del saber que solemos adquirir
esforzadamente a lo largo de nuestras vidas, desalientan
en sus alumnos todo intento de apresar conceptualmente lo
que les intriga o hace sufrir. La índole imaginaria de la
realidad y del saber que de ella tenemos hace que el saber
mismo resulte ser un lastre del que debemos aprender a
desprendernos paulatinamente. Freud planteaba esto mismo
cuando decía que la Darstellung (exposición) que
todo paciente hace de su padecimiento adolece de múltiples
errores e inconsecuencias y que la labor analítica busca
reemplazar esa Darstellung defensiva por otra más
elaborada y próxima a la verdad, aunque parejamente
defensiva. La diferencia pareciera radicar en que,
mientras Freud propone el reemplazo de un saber defensivo
por otro también defensivo, pero más ajustado a la
historia del paciente, Lacan vendría a plantear una
completa privación de saber. Esta catarsis de saber, la
llamada docta ignorancia, es un tema clásico que
conocemos bien al menos desde Sócrates, aunque más no sea
como prolegómeno necesario a la adquisición de un
verdadero saber, que la tradición occidental cree posible
y del que la tradición búdica toma prudente distancia.
La
privación de saber es intolerable para el común de los
mortales, que sostienen que “en algo hay que creer”, como
si no creer en nada fuese un pasaporte directo a la
angustia. Freud cree en la ciencia. “No es una quimera”,
se defiende en El porvenir de una ilusión, como si
anticipase el desarrollo lacaniano acerca del status
ficcional del saber todo, incluido el científico. La
diferencia entre ambos estriba en que Freud pareciera
desconfiar de la Darstellung que el paciente
confecciona luego de ver destruida la que poseía y
considera oportuno participar, a veces muy activamente, en
la confección de la nueva. Lacan, por su parte, obra
conforme al modelo del joven Platón, que interrumpía sus
célebres diálogos- los llamados diálogos juveniles o
propiamente socráticos- en el momento en que el
interrogado se daba por vencido y admitía su ignorancia
acerca de lo que supuestamente creía conocer, dejando en
suspenso la exposición detallada y definitiva del tema
considerado.
Así pues,
la sesión breve parece muy apropiada para los analizantes
obsesivos, puesto que, sin desgastar al analista en
inútiles sesiones dedicadas a las racionalizaciones más
recalcitrantes, interrumpe de cuajo el flujo de
pseudoasociaciones que el analizante obsesivo aporta a la
sesión. Lacan agregaba a esto ciertas declaraciones
enigmáticas- que nunca se molestaba en aclarar- con lo
cual le brindaba a su analizante algo para devanarse los
sesos en el período que mediaba entre una sesión y otra.
Son famosas las reuniones en el café Les deux magots
cercano a su consultorio, en las que se juntaban varios
pacientes y comentaban qué les había dicho ese día el
maestro a cada uno e intercambiaban opiniones larga y
acaloradamente acerca de las diversas interpretaciones que
podían darse a sus sibilinas palabras. En esto también
remeda Lacan la técnica del maestro zen, que da una suerte
de ejercicio a su alumno para que trabaje entre clase y
clase. En general, se trata de un corto y críptico
enunciado al que se denomina koan, que opera como
objeto de reflexión para el alumno, pero que luego no es
discutido con el maestro, que da la consigna pero se
desinteresa después del resultado de la investigación
solicitada. Otro recurso es la pararespuesta: el analista
jamás satisface los deseos del analizante de comprender lo
que se dice u ocurre en la sesión y por ello es que
siempre responde lateralmente (con una interpretación o
simplemente repitiendo alguna palabra dicha por el
paciente) a lo que pregunta el analizante. La
interpretación como pararespuesta fue un recurso técnico
ampliamente utilizado anteriormente por la escuela
kleiniana, que la veía como un freno a lo que llamaban
“concesiones libidinales”, que malacostumbraban al
paciente y tergiversaban el sentido de la sesión. Está
claro, sin embargo, que la pararespuesta lacaniana no es
estrictamente, como la kleiniana, una interpretación-
generalmente transferencial- sino una pararespuesta que es
ella misma un acto ligado al juego del significante.
Algunas conclusiones
¿Qué se
logra con cada una de estas técnicas? La técnica de la
seducción, lo hemos dicho, logra un a menudo engañoso
“progreso en la sexualidad”, con la salvedad de que a
veces- especialmente en la adolescencia- hay que admitir
que no es perjudicial para el sujeto, a condición de que
éste sea capaz finalmente de hacerse cargo medianamente de
sus deseos semiinconscientes. En tales casos, puede
decirse que el sujeto seducido ha adquirido una
experiencia que, además de grata, será de gran
significación en su vida futura, puesto que, aunque se
trate de una experiencia específicamente sexual, bien
puede trascender dicha esfera y propagar sus beneficios a
otros ámbitos de la vida mental del sujeto.
Con la
técnica freudiana, el progreso se desplaza de lo sexual
directo a un saber (Wissen) de lo inconsciente,
cosa que implica un enriquecimiento específicamente
intelectual adicional del paciente sometido a esta
técnica. Recordemos aquí el episodio entre Sócrates y
Alcibíades que cuenta Platón en el Banquete. El
bello y joven Alcibíades le propone un trueque al feo y
sabio Sócrates: sus favores sexuales a cambio de la
sabiduría que éste posee. “Tú me quieres dar bronce por
oro” retruca Sócrates denunciando lo desparejo del
intercambio. El discurso freudiano, más allá de las
declaraciones de Freud al respecto, es concordante con el
discurso filosófico: alguien posee un saber y puede
trasmitirlo si considera al paciente-discípulo merecedor
de tal privilegio. Aclaremos que, por supuesto, no se
trata de un saber académico específico sino de una especie
de docta ignorancia (cfr. el “sólo sé que no sé nada” de
Sócrates) que es a la vez un compromiso ético y un
principio rector de toda investigación (reconocimiento de
la ignorancia o del no querer saber lo que se sabe de los
neuróticos).
Queda
pendiente saber cómo sería una técnica específica para
pacientes más graves y para psicóticos, si es que tales
artefactos técnicos son posibles. Puede agregarse ahora
que la técnica kleiniana apunta a destruir lo que el
paciente tiene de maníaco y hacerlo “progresar” hacia la
posición depresiva. Esto, unido a lo que expusimos acerca
de que Freud mismo declaraba que su técnica apuntaba a lo
que un paciente tuviera de histérico y lo que dijimos
acerca de la sesión breve y las pararespuestas lacanianas,
parecen confirmar la idea de Liberman de que, además de la
regla fundamental y sus accesorios, una cierta estrategia
de intervención es necesaria para enfrentar a cada tipo de
paciente.
Algunos
autores kleinianos sostienen que una técnica
interpretativa puede emplearse con éxito en pacientes
graves y aún en psicóticos, apartándose de la idea
freudiana de que, por aferrarse al delirio “como a la vida
misma”, los psicóticos son inabordables con una tal
técnica. Y no resulta curioso que expongan en sus
historiales los resultados positivos que creen haber
alcanzado. Algunos lacanianos, por su parte, objetan los
diagnósticos de psicosis allí sostenidos y cuestionan la
existencia de tales esquizofrénicos curados por medio de
interpretaciones profundas y transferenciales. Siguiendo
en esto a Freud, el resultado del análisis de pacientes
neuróticos son neuróticos que se percatan de su neurosis y
enfrentan su angustia sin defensas tan rígidas como las
que venían empleando antes del análisis.
Visto lo
irreductible del delirio y de la certeza que de ellos
emana, Lacan emprende la tarea de ensayar una aproximación
a los pacientes psicóticos desde una perspectiva
diferente. Renuncia a su “curación” entendida como
reducción del delirio, esto es, como reconocimiento por
parte del paciente de la falsedad de sus convicciones
delirantes, y se aplica meramente a lograr una
estabilización de su productividad que limite el
sufrimiento (goce) de estos sujetos. El analista ya no ha
de efectuar interpretación alguna y se limita a acotar
alguna apostilla que glosa los dichos del paciente,
enlazándolo en algún tipo de vínculo que permite
“trabajar” al delirio de éste, que se despliega
progresivamente, e introduciendo, cuando puede, variantes
en su formulación y, sobre todo, arrancando al paciente
del terrible aislamiento en que suele hallarse.