La
profesión más vieja del mundo
Juan José
Ipar
jjipar@yahoo.com.ar
La
profesión más vieja del mundo, como reza el dicho, no es
la agricultura ni la alfarería ni siquiera la de cazador o
recolector; así como tampoco fue en sus inicios
desarrollada por los varones, por más que tardíamente, en
nuestra propia época, muchos congéneres se han plegado a
ella con entusiasmo: es la prostitución y su mucha
antigüedad nos revela su decisiva importancia. ¿Porqué es
tan importante la prostitución que prácticamente ninguna
cultura ha podido prescindir de ella como verdadera
institución? Es cierto que en las culturas menos
evolucionadas no se registra ningún equivalente y es muy
posible que la prostitución haya aparecido luego de que se
hayan dado dos de sus requisitos: la cultura urbana y el
dinero. La primera se debe a que sólo en las
aglomeraciones urbanas comienza a relajarse la disciplina
de los clanes impuesta por los patres familiae
y el segundo, el dinero, porque, por convención, se trata
de un intercambio de sexo por dinero, aunque
ocasionalmente algún regalo pueda sustituir el pago.
Entre los
griegos, la palabra que designa a la prostituta es
pornh, que deriva
del verbo pernhmi,
vender, y existía la profesión conexa de maestro de
prostitución o
pornodidaskaloV, por lo cual puede entenderse a la
prostitución tanto como negocio en el que se intercambia
algo- ¿qué cosa?- por dinero o como arte, como algún tipo
de habilidad susceptible de trasmisión por medio de la
relación maestro-discípulo.
Es, desde
luego, difícil decir con precisión qué vende la
prostituta. Podrá decirse que cobra por ofrecer un
servicio, como un plomero u otro técnico por el estilo;
podría decirse asimismo que enajena su tiempo o su cuerpo
para que el cliente los use como quiera, aunque muchas
oponen límites infranqueables a sus pretensiones. Hay, por
el contrario, especialistas en tal o cual servicio y
muchas de ellas pregonan sus habilidades anticipando
detalles y resultados. En el variopinto mercado de la
oferta sexual, hay cuentapropistas que lucran en beneficio
propio y otras que son esclavizadas o explotadas por un
tercero: en suma, y según sea el caso, puede tratarse
tanto de mujeres de vida alegre como de infortunadas que
son obligadas a ejercer un triste comercio, el de la
carne. En un memorable film de Luis Buñuel protagonizado
por la bellísima Catherine Deneuve, Belle de jour,
ésta encarna a una misteriosa mujer que se postula como
aspirante a prostituta de un no demasiado elegante
prostíbulo y se nos presentan las peripecias que debe
aprender a sortear ante las a menudo extravagantes
exigencias de sus clientes. Concluyamos provisionalmente
que lo que éstos requieren es, más que otra cosa, una
escena, por lo cual puede decirse que lo que se compra es
una actuación, una ilusión, una simulación y esto está
claramente del lado del arte. Después de todo, también hay
que pagar entrada para asistir a un espectáculo teatral.
Las
famosas geishas japonesas se consideraban a sí
mismas como cumplidas artistas
y, en calidad de tales, todavía hoy gozan de un prestigio
social pocas veces visto en otros países. Para llegar a
serlo, deben dedicar largos años al estudio de las danzas
tradicionales y sus intrincadas coreografías, a la
práctica del canto y de instrumentos musicales y es muy
importante que lleguen a ser expertas en el inestimable y
sutil arte de la conversación. Este largo aprendizaje las
transforma en mujeres etéreas e ideales ocultas tras una
gruesa capa de maquillaje y bajo pesados y exquisitos
quimonos y complejas pelucas. Todo este esfuerzo por velar
el cuerpo no tiene otro objetivo que destacar la única
parte de él que ha de exhibirse: la nuca, a la cual los
japoneses atribuyen un valor erótico inigualable, quizá
semejante al que los chinos otorgaban otrora a los pies de
loto. Por supuesto, el fin expresamente carnal está
completamente desplazado a las artes mencionadas y ningún
cliente educado se atrevería a solicitar favor sexual
alguno.
Como toda
práctica social, necesita ser legitimada y el pago, al
convertirla en un intercambio, llena ese hueco. Una visión
sociológica del tema diría que, así como el hombre tiene
la fuerza de sus brazos, la mujer sólo tiene su cuerpo- su
encanto femenino, en realidad- para ofrecer en el mercado
y que la prostitución es el único acceso al dinero que han
tenido muchas mujeres hasta bien entrado el siglo XIX, en
que empiezan a ingresar a oficinas, talleres, fábricas e
instituciones educativas donde se las califica para
desarrollar sus nuevas tareas. Pero el progreso social de
las mujeres no suprimió ni menguó el número de prostitutas
o “trabajadoras sexuales”, eufemismo redentor tras el cual
se ocultan.
Una aritmética sexual
Jeremy
Bentham afirmaba que existía un medio científico de
medición de los placeres a fin de elegir con conocimiento
de causa entre las diversas acciones posibles la que más
contribuyere eventualmente a aumentar la felicidad
personal. Así, ha de optarse por aquellas acciones que nos
proporcionen un placer más intenso, más duradero, más
seguro, más próximo, más fecundo (placer capaz de
engendrar otros placeres), más fuerte (que no esté
contaminado con dolores) y más extenso, esto es, del que
puedan llegar a gozar el mayor número posible de
individuos. Merced a esta aritmética moral, como le placía
llamarla, Bentham abrigó la ilusión de haber convertido la
ética en una ciencia estricta y más allá de toda
discusión, puesto que veía estos cálculos como el modo
certero de trascender el puro egoismo.
Una
aritmética semejante acomete el protagonista de una
conocida novela de Mario Vargas Llosa (Pantaleón y las
visitadoras), quien se ve ante la ciclópea tarea de
organizar un servicio sexual itinerante que debía recorrer
los distintos regimientos y destacamentos del ejército
peruano. Ante todo, y gracias al sapiente auxilio de una
experta madama, el prolijo Pantaleón debe reconocer que la
mayoría de los usuarios de tales prestaciones prefiere
actos y servicios sexuales considerados por él como raros,
inusuales o directamente estrambóticos o perversos y que
casi nadie solicita un puro y simple coito. Debe, por
tanto, definir y nominar las diversas especialidades y,
last but not least, asignarles un valor monetario que
varía de acuerdo con una aritmética bastante parecida en
lo esencial a la de Bentham, dado que bien puede decirse
que las prostitutas se dedican a vender placer.
El pago
que legitima la práctica de la prostitución supone dinero
y cuando se trata de una transacción monetaria hay que
hablar no de dinero en abstracto sino de cifras
específicas: así, el informe de Pantaleón a sus superiores
incluye una desopilante “lista de precios” por completo
análoga a las que se exhiben en cualquier tienda. Así, la
masturbación oral resulta estimada como más trabajosa- y
deleitosa- que la manual y por ello cuadruplica el precio
de ésta (50 y 200 soles), aunque hay “casos más
infrecuentes como los de clientes que exigen dar o recibir
azotes, ponerse o ver disfraces y ser adorados, humillados
y hasta defecados, extravagancias cuyas tarifas oscilan
entre 300 y 600 soles”. Una “prestación” determinada
subirá, entonces, su precio según el tiempo que insuma, la
dificultad que suponga se ejecución, el hecho de que
implique dolor o humillación a la prestadora, si exige una
preparación previa como la “lluvia marrón” para la cual es
preciso ingerir laxantes el día previo, etc., siguiendo
los criterios benthamianos casi punto por punto.
El pago
puede llegar a tener tanta importancia que hasta es capaz
de sustituir el acto o la prestación propiamente sexual.
En un film japonés, un hombre ya muy entrado en años
concurre a un prostíbulo y una mujer se ríe de él y le
quiere hacer ver que ya no puede, a lo cual el anciano
responde, blandiendo el dinero destinado al pago, que sí
puede; puede pagar y paga para seguir perteneciendo a la
cofradía masculina.
Pero este
modo matematizado y mercantilista de contemplar el
problema dista de captar su fundamento y solamente intenta
reglamentarlo estableciendo leyes de mercado que aseguren
y normalicen su funcionamiento. El sistema de la
prostitución tiene, entre otras, una finalidad bien
determinada: defender al cliente. Se desprecia, se
persigue y se castiga a las prostitutas y a sus proxenetas
y explotadores pero resulta extraño, a primera vista, que
nunca se cuestione el papel jugado por el cliente, “el que
paga por pecar”, como decía Sor Juana. En la ideología
convencional de nuestra propia cultura, hoy en retirada,
se considera “normal” que los hombres recurran a los
servicios de las prostitutas, así como se considera
“normal” el motivo por el cual lo hacen. A fin de cuentas,
los ardores masculinos deben encontrar algún exutorio de
modo que no se conviertan en un tormento para los
portadores o sus sufridas cónyuges, las cuales, a su
turno, se ven liberadas de tener que enfrentar los embates
sexuales de sus respectivos. Se constituye un triángulo
perdurable: hombre lascivo, esposa virtuosa y frígida,
puta resignada, aunque a menudo estas “malas mujeres” se
cobraban holgadamente la degradación que esa sociedad les
prodigaba y arruinaban la vida y la economía de muchos
incautos.
La puta como objeto de
la fantasía y sus funciones
La
prostituta, entonces, se halla en un punto central del
imaginario masculino en el que convergen muchas líneas. Es
una mujer precisamente “pública”, todos los hombres pueden
acceder a ella y no está celosamente custodiada en un
serrallo; circula entre ellos como un bien común. Así, se
evitan las tentaciones respecto de otras mujeres que sí
son propiedad exclusiva de otro hombre. El maquereau,
en cambio, es un propietario que condesciende a dar en
préstamo a su objeto, él está de alguna manera más allá de
los celos.
Por otro
lado, la prostituta es un ser anónimo, un rostro sin
nombre, y tal anonimato remite a que cada una puede ser
equivalente a una clase de objetos, uno que denominaremos
“todas las mujeres” y que viene a ser como un premio y un
consuelo por haber renunciado al objeto que verdaderamente
se encuentra en el centro del deseo de todos, la madre.
Así, cada una de ellas de un modo tortuoso viene a
representar a la madre sexuada irremediablemente perdida.
Hablamos, claro, de una madre arcaica y fálica, cosa que
explica el enorme éxito de los travestis en el
tecnologizado mercado contemporáneo.
Una
cuestión importante es que la puta no sólo evita el
peligro del adulterio sino que también colabora en lo
tocante al problema del incesto: ella es, después de todo,
hija de otro hombre y ese padre nada reclamará. Por lo
demás, dada la falta de relación sexual, algún simulacro
que la reemplace es más que necesario. No es que no haya
eventos a los que llamamos coito o relación sexual, sino
que, al no tener asegurada la elección del objeto sexual,
como sí la tienen las aves, por ejemplo, cada cual ha de
encontrar lo que pueda en forma accidentada y, en muchos
casos, penosa. La puta, como los analistas, reciben casi
compasivamente a todo el mundo con el engendro de relación
sexual que cada uno ha logrado armar y le dan un lugar en
el mundo, un escenario para que dicha ficción pueda
desarrollarse y existir. Como la tauromaquia, lo más
frecuente es una escena de dominación en la que usualmente
la mujer es sometida al mando masculino, aunque, como
señalara la Chuchupe, otras escenas son frecuentes
también.
La
función social de las prostitutas es, pues, asegurar el
endeble predominio de los varones sobre las mujeres y
confirmar la existencia misma de la diferencia entre los
géneros, lo cual permite a unos alinearse en el bando de
los hombres y a otras, en el de las mujeres. Dice
Baudrillard en De la seducción que no hay
instituciones que sostengan y enaltezcan lo femenino pero
que, en cambio, todas las existentes apuntan a afirmar la
superioridad masculina y que ello se debe a que lo
masculino tiende continuamente a desmoronarse y a
desfallecer, por lo cual debe ser apuntalado
perpetuamente. Ser una mujer, como preguntaba Dora, es,
por ende, avenirse a simular debilidad y sumisión para
sostener el engaño de la supremacía masculina. Es un arte
lleno de pliegues en el cual hay que aprender a perdonar,
a no ver y mucho menos a señalar, tentación esta última
muchas veces situada más allá de la discreción femenina.
Así pues,
y como conclusión, diremos que la nota propiamente humana
de los humanos es este fracaso de la sexualidad que no
logra un exutorio adecuado y limitado al cometido de la
mera reproducción y hace que la sexualidad desborde,
invada territorios que no le pertenecen originariamente y,
como dice Sisek, “funcione como un contenido metafórico de
toda otra actividad humana”.
Las putas trabajan, pues, allí en donde las cosas
desbordan y buscan su cauce, de allí su rol decididamente
civilizador, que ya quedó bien expuesto en el antiquísimo
poema mesopotámico de Gilgamesh, en el que se nos muestra
al bruto y cerril Enkiddu, una especie de doble del héroe
principal, siendo seducido, amansado y afeitado por una
prostituta, que finalmente lo encamina a la ciudad.