El
esteticismo en la perversión
Juan José Ipar
Introducción
Freud señalaba en sus últimos trabajos que el
perverso se las ingenia para soslayar de alguna manera el
destino, esto es, la castración y que, por tanto, se ve
obligado a llevar a cabo un verdadero tour de force
para escapar a la inexorable ley edípica. El precio que paga
es, lo sabemos, el de una Ichspaltung gracias a la cual
reniega y acepta simultáneamente la castración y la ley del
padre. En relación con esto, Freud observaba que el más grande
deseo infantil, el de crecer y llegar a ser grande, brilla por
su ausencia en los perversos. Este deseo de ser grande o
adulto puede ser aniquilado por una madre seductora, una madre
capaz de generar en el niño la convicción (Überzeugung)
de que él es o puede ser un partenaire perfecto para
ella. La madre no deja inequívocamente sentado que prefiere al
padre- que “le hace la ley”, como dice Lacan- y deja
entreabierta la posibilidad de que el niño ocupe un lugar a su
lado. Esta actitud de la madre le impide al niño sentir
admiración por el padre y hacer de él su modelo de
identificación portador de los emblemas fálicos y encarnación
viviente del Ideal del Yo. Esta connivencia entre madre e hijo
adquiere el carácter de un pacto secreto y fuerza al sujeto a
mantener una fachada de supuesta normalidad que le permita
poder circular en sociedad. No hay en estos casos lo que Lacan
llama la pretensión “de alcanzar la Cosa” materna propia de
los psicóticos, aspiración que les vuelve literalmente
imposible adecuarse al trato consensuado con los demás. Para
el perverso sólo se trata de gozar de dicho pacto secreto a
espaldas de los “grandes”.
Freud recalca especialmente esta ausencia del
deseo de ser grande en Leonardo y agrega que en esta clase de
niños persiste la necesidad de jugar, quizá como un modo de
escapar al ineluctable crecimiento y el subsecuente abandono
de la posición infantil.
La noción de detención
El niño queda, pues, convencido de que él, con
su sexualidad infantil, es un partenaire ideal para la
madre y que nada debe codiciar al padre. Se produce una
detención (Haltmachen, Zurückhalten) de su
evolución libidinal y no entra en la latencia (vide infra).
Ayudado por su madre, el perverso vive en la ilusión de que la
pregenitalidad es superior a la genitalidad y su Ideal del Yo
permanece aferrado a un modelo preedípico fundado en una
continua y acérrima descalificación del padre y sus atributos.
A esto hay que sumarle la teoría infantil del monismo fálico
que conlleva la negación de las diferencias (de generaciones,
la complementariedad genital, etc). La fiesta sadiana está
caracterizada precisamente por la mescolanza: allí se reúnen
indiscriminadamente religiosos y laicos, nobles y plebeyos,
jóvenes y viejos, parientes cercanos, animales, etc.. Se
ensayan elaboradas figuras en las que se compite por infringir
la mayor cantidad de tabúes, leyes, preceptos o prejuicios.
Las diferencias y las jerarquías, en cambio, son efecto y
expresión de la ley, de allí que lo esencial del acto perverso
sea la trasgresión o, más directamente, el crimen.
En esta detención en la pregenitalidad se traba
el proceso de sublimación, de la cual se dice tradicionalmente
que es propia de la creación artística, y es reemplazada por
la idealización, la cual se corresponde con una actitud
esteticista frente a los objetos. En toda la obra de Oscar
Wilde, por citar solamente un ejemplo, está presente este modo
dilettante de apreciar la vida: el ideal es dedicarse
de lleno al arte, vivir rodeado de objetos bellos y exóticos
que devuelvan al yo un reflejo halagador de su propia grandeza
y superioridad. Ambientes con profusión de espejos que niegan
la realidad y decorados exquisitos y artificiosos que
refuerzan un alejamiento intencionado de la Naturaleza
constituyen el escenario en que se mueve el esteta perverso.
La Naturaleza es vista como tosca, repetitiva, aburrida y
falta de conclusión. El arte, en cambio, es protesta y
afirmación (Behauptung) del propio yo frente a lo
natural y su regularidad.
El estilo, ya sea literario o pictórico, ha de
ser rebuscado y elitista para que sólo pueda ser comprendido y
apreciado por unos pocos iniciados en sus claves y misterios.
La consigna básica es huir de lo prosaico. El Lord Henry de
El retrato de Dorian Grey plantea el proyecto de
rebautizar las cosas con nuevos nombres a fin de escapar a la
repetición desgastante de los viejos nombres.
Freud decía que el mundo antiguo glorificaba la
pulsión y seguramente se refería a la fálica, mientras que en
el mundo moderno se glorifica al objeto, que es estimado en la
medida en que exhibe ciertas características que justifiquen
tal alta consideración. La tesis de Jeanine Chasseguet-Smirgel
es que el perverso glorifica la pulsión anal, merced a la cual
recrea un mundo dorado, desafío, contracara y caricatura a la
vez del mundo “oficial” sometido a la ley del padre. En las
120 Jornadas del marqués de Sade no falta la escena en la
que señores y esclavos se reúnen en un banquete en el que se
sirve materia fecal, la cual es alabada en pomposos discursos
cual si se tratase de un manjar incomparablemente excelso.
En la óptica de la escuela inglesa, que
privilegiaba casi exclusivamente las vicisitudes imaginarias
de la fantasmática perversa, el problema de la idealización es
que es una defensa drástica y la violencia que la caracteriza
es la marca de su pregenitalidad. No resulta ser, en rigor,
más que un cambio de signo frente a un objeto inicialmente
persecutorio y hay que suponer que en el fondo de todo
sentimiento de persecución hay un terror que abruma al sujeto
y que no es otro que el terror a que la castración
imaginariamente temida se verifique finalmente. Muchos actos
perversos no son sino representaciones deformadas y
encubiertas de la castración, ora de la madre, ora del propio
sujeto. Ésta puede ser presentada en ocasiones como un castigo
a los excesos del perverso o del libertino, como en Don
Giovanni de Mozart, en la que la ominosa aparición del
Comendador- que no es otro que el convidado de piedra de
Tirso- viene a poner fin a la larga serie de crímenes del
seductor, quien es justicieramente arrojado a los infiernos.
En el Don Juan de Zorrilla, por el contrario, el
desenlace es feliz porque Doña Inés, la víctima enamorada, se
interpone entre su amado y su padre y le suplica a éste que lo
perdone para poder desposarlo. Como luego en Hollywood: todo
termina con una muerte o con una boda. La siniestra
comparecencia del padre que restablece el orden burlado por
Don Juan es una excelente representación plástica de la
truculenta escena temida y esquivada por el perverso, aunque
hay que reconocer que todo perverso no es más que un pobre
diablo que no ha tenido quien lo castre. Es bien conocido el
hecho de que los padres de sujetos perversos no solamente no
tienen un lugar en el deseo de la madre sino que, aunque
adquieran notoriedad y prestigio social, dentro del núcleo
familiar están como marginados y son involuntarios y
silenciosos cómplices de la colusión materno-filial.
Volvamos a la idea de la detención. No se trata
de una pura detención, una suerte de stop del
desarrollo o evolución libidinal sino que, simultáneamente a
la detención, hay un retroceso, que aparece bien evidenciado
en la voz alemana Zurückhalten, en la que el prefijo
Zu-rück denota este movimiento hacia atrás. En El
Fetichismo (1927), Freud remarca claramente que no es
casual que los fetiches más comunes sean prendas íntimas o el
calzado femeninos, pues la mirada del niño curioso sigue un
derrotero que va de abajo hacia arriba, desde el calzado hacia
el genital femenino. Esta impresión horrorosa de la falta de
genital masculino en la mujer- significada por el niño como
castración femenina- es una cicatriz indeleble que comparten
todos los integrantes del género masculino. Pero en el sujeto
fetichista, la cuestión es que la mirada llega a la despoblada
zona genital femenina y, horror mediante, retrocede a la
impresión inmediatamente previa y queda como fijado a ella. De
igual modo, podemos decir que todos los perversos llegan a la
latencia o, mutatis mutandis, al segundo momento del
Edipo en versión lacaniana, en la que se presenta el padre y
produce la separación madre-niño pero que no pueden sostenerse
allí y retrogradan ipso facto al estadio anterior. El
intrigante enigma del segundo momento del Edipo es saber qué
quiere el padre, que es visto allí como posesor exclusivo del
ahora codiciado falo, cosa que desplaza el interés del niño de
la madre al padre. Sólo que, ya lo señalamos, en el caso del
perverso, falta el deseo del padre que acote la oceánica
afección de la madre. Si el fetichismo es, como quiere Freud,
una barrera contra la homosexualidad, la homosexualidad es
también una barrera que el perverso erige frente al anegador
deseo materno, a falta de un deseo paterno que se encargue de
operar un corte en la díada materno filial y reoriente al niño
hacia los misterios de la masculinidad.
Esta detención y no entrada en la latencia hace
que no se verifique en el niño la aceptación de la promesa del
goce fálico “para cuando seas grande”. La desconfianza
respecto de los adultos muchas veces se transforma en
desprecio y en el típico rasgo de carácter de la mordacidad y
la ironía. Un sujeto descreído y no atado a ninguna promesa se
vive a sí mismo como un sujeto libre, un sujeto liberado de la
carga del destino.
La importancia de la belleza
El esteticismo como incesante búsqueda de lo
bello es, lo dijimos, un rasgo muy prominente de muchos
sujetos perversos y algunos de ellos tienen una llamativa
dependencia de los seres y objetos bellos, los cuales parecen
funcionar como un reaseguro frente a la angustia. Pero aquí
nos interesa una cierta angustia en especial: la universal
angustia frente al destino ineluctable que a todos nos
aguarda, a saber, la muerte. La angustia frente a la muerte
suele presentarse, por desplazamiento, como temor a envejecer
y, por ende, a perder la lozanía, gallardía y apostura de la
juventud. Pero este temor exacerbado a la muerte y a la
decrepitud son exagerados en estos sujetos por cuanto, como
vimos en Don Juan Tenorio, los sujetos perversos- asumamos
provisoriamente que los libertinos son perversos- viven en el
continuo temor de ser castigados con la muerte por sus
crímenes reales e imaginarios y que también la muerte sería
para ellos el cumplimiento del otro destino que a todos nos
aguarda, la castración. En cualquiera de las novelas de Sade,
se ve cómo el libertino tiene su reducto en un lugar recóndito
e inaccesible para ponerse a cubierto de la llegada inoportuna
de la policía. En otro lugar, trazamos un pequeño esquema en
el cual clasificamos a los individuos conforme se hubiesen
apartado o renunciado o no al objeto primario materno. Los
psicóticos están, como dice Lacan y se observa a diario, “al
lado de la madre”, siendo gozados irrestrictamente por sus
esforzadas progenitoras. En los sujetos perversos, en cambio,
hubo eso que vimos como detención y retroceso en lo relativo a
la castración y el libertino parece haber reemplazado a la
madre por el conjunto equivalente de “todas las mujeres” o
bien “todos los placeres”, lo cual marca una fuerte
identificación con un padre primitivo posesor de tal enjambre
femenino. El Gran Jodedor, el Uno incomparable, el Amo, etc.
son todas figuraciones de ese rol que muchos perversos
imaginan jugar y que es la base de ese sentimiento de
superioridad y suficiencia del que hacen tanta gala. Los
sujetos neuróticos, a su turno, que sí han renunciado al
conjunto constituido por “todas las mujeres”, se ven
constreñidos a ser mortificados por solamente unas pocas.
Lo bello es, pues, el opuesto de lo castrado y,
para ser más precisos, por ser lo opuesto es lo que mejor
sirve como velo o encubrimiento y como aquello que produce
fascinación. No ha de ser casual que la palabra fascinación
procede del latín fascinum, miembro viril. Así pues, de
alguna manera, lo que arroba y encanta tiene que ver con el
pene. Si bien es cierto que poseer un pene reasegura contra la
castración, la realidad es que estamos castrados con o sin
pene. Se está igualmente castrado por más bello que se tenga
la fortuna de ser. Ni aún poseer una varita mágica nos haría
escapar a la realidad de la castración, en la medida en que
seguiríamos siendo sujetos deseantes. Sólo en las psicosis se
daría una situación de estar más allá del deseo y la
castración: en tanto ésta no ha sido operada, no se ha
constituido el cuerpo pulsional y al sujeto psicótico- si tal
oxímoron es posible- no le queda otra posición que la de
objeto del goce de Otro. Decir que existe un sujeto no
relacionado con la castración, esto es, un sujeto no sujetado,
iría en contra de la noción misma de sujeto. A propósito de
las fórmulas de la sexuación, Lacan muestra que, sin embargo,
alguna figuración de un Uno más allá de la castración es
necesaria para que el conjunto de los varones quede
relacionado a la función sexual, esto es, castrado. El vocablo
“castración” es técnicamente un nomen actionis
(sustantivo de acción) al cual debe corresponder, al menos
lógicamente, un nomen actoris que ejecute la acción
planteada, es decir, un Uno incastrado por fuera de la clase
de los castrados.
El perverso gusta de presentarse como un sujeto
que ha accedido al registro del deseo y que ha logrado una
maestría tal en esas lides que pretende constituirse en el
envidiado modelo de sus parientes neuróticos. Se presenta como
el negativo o el reverso del neurótico, como siendo todo lo
que el neurótico no es, lo que el neurótico quisiera llegar a
ser y no puede. ¿Y porqué es que el neurótico no puede? Según
la novela perversa, por temor, por ser incapaz de enfrentar
aquello que hay que enfrentar y superar para acceder a un goce
sin limitaciones, a un auténtico goce. ¿Existe el goce
perverso? ¿Debemos creer lo que se nos dice cuando se nos dice
que es posible un goce sin restricciones ni culpa, que es lo
que regularmente arruina los placeres? En realidad, también
aquí es menester dar un rodeo: en el Hombre de las ratas,
queda claro que el padre terrible es el arruinador de
placeres, en ese caso visuales (ver cuerpos de mujeres
desnudas) y hacia él se dirige el célebre deseo de muerte (Todeswunsch),
causa próxima de la inagotable culposidad del sujeto. ¿Es
posible quitar de en medio al padre una vez que éste se ha
hecho presente de alguna manera?. Aunque un perverso sea
manipulado ampliamente por su seductora madre, no está solo
con ella como el psicótico. El padre ha sido introducido y
alguna posición subjetiva frente a él ha de haber. Por
supuesto, el perverso imagina haberlo vencido y destronado,
asumiendo jubiloso los derechos del desposeído. No hay
sumisión (Hörigkeit, Zugehörigkeit) de su parte
frente a ninguna agencia paterna como entre los neuróticos.
Como no está sometido, está exento del rencor y cobardía
típicos que Freud encontraba como rasgo central de la
personalidad de sus obsesivos como el Hombre de las ratas.
Una combinación parecida se da en el amor
cortés: un hombre no sometido a señor alguno que vaga
enalteciendo aquí y allá el nombre de su dama, por quien
profesa un amor puro y desligado por completo de toda
aspiración de satisfacción sexual. Tal es el Quijote, aunque
el Amadís disfrutaba ampliamente de las mieles de su señora.
Ocupar el lugar del padre, ser un semidiós como
Fausto y, ¿porqué no?, un demiurgo, aunque, eso sí, un hacedor
contestatario que crea un mundo por completo opuesto al mundo
“oficial” y con una estética dark que es la regla. La
fiesta perversa se transforma muchas veces en una suerte de
misa negra en la que pululan diablesas impúdicas y sinuosas
entre demonios lúbricos que mancillan analmente la pureza
fálica de los atributos del padre. El verdadero milagro del
perverso no es otro que, como dice C. Millot, erotizar la
pulsión de muerte y convocar a la sexualidad para trasmutar el
dolor en goce y el horror en belleza.
Perversos artistas
La crítica psicoanalítica ha aplicado
recientemente su lupa sobre la vida y la obra de una gran
cantidad de artistas perversos, en especial escritores,
intentando trabajosamente decir algo sobre la génesis de la
obra de arte y sus motivaciones. Wilde, Gide, Proust, Genet,
Wolf y Mishima entre otros muchos han sido visitados y dados
vuelta para que entreguen una clave que permita entender y
correlacionar sus sombrías biografías con su producción
artística y con las épocas respectivas en las que les tocó
vivir.
Es evidente que en todos ellos la muerte está
muy presente desde su misma juventud y que muchos de ellos han
muerto en circunstancias tortuosas, como Wilde, o se han
suicidado directamente, como Wolf o Mishima. De éste último
tomamos una frase reveladora, que extraemos de un artículo que
sobre él ha escrito Rolando Karothy y cuyo título es
Seppuku, palabra que designa en japonés la ceremonia
samurai del suicidio ritual. La frase de Mishima es: “La vida
me sirvió un banquete completo de sinsabores, cuando yo era
demasiado joven para leer el menú”. Un banquete de
sinsabores sabe irónicamente a privación o frustración
oral y, por si fuera poco, un banquete completo, esto
es, que tenía todo lo necesario para marcarle e incluso
arruinarle la existencia a cualquiera. Pero el detalle más
significativo es que este mal banquete tuvo lugar cuando yo
era demasiado joven para leer el menú, esto es, antes de
la adquisición del lenguaje. Privado del auxilio temprano del
significante, que permite rumiar los traumas y asumir alguna
posición ante ellos, Mishima se vio condenado a sobrellevar su
penuria sin poder acertar a nombrar la causa de su desgracia.
Dedicarse a las inútiles letras no es más que un modo de
posponer el momento crucial en el que el sujeto ejecuta la
muerte que se le solicita. Llega un momento en que escribir no
es ya suficiente. Lo dijo Cesare Pavese poco antes de
suicidarse en 1950: “No palabras. Un gesto. No escribiré
más.”. Es muy manifiesto que Mishima hizo cuanto pudo por
retrasar el momento de la consumación de aquello a lo cual se
lo destinó: cuando fue seleccionado para ofrendar su vida por
el Emperador como piloto kamikaze, alegó tener fiebres
recurrentes, por lo cual se supuso que tenía tuberculosis y
fue descartado de tal honor. Años más tarde, cuando frisaba
los 30, decidió que para suicidarse debía tener un cuerpo
bello y se dedicó unos años al fisicoculturismo. De todos
modos, Mishima termina sacrificándose por la divinidad del
Emperador en 1970 en una ceremonia estrambótica y muy
publicitada. Karothy no deja de señalar que la devoción al
Emperador tuviese que ver con el hecho de que la familia
materna había sido noble y emparentada con el clan Tokugawa,
que ocupó dinásticamente el cargo de shogún por más de
dos centurias, hasta que a mediados del siglo XIX el emperador
Meiji restablece la autoridad imperial, desplazando a los
Tokugawa y sus seguidores, que fueron privados de su nobleza.
Todos tenemos la dura certeza de que hemos de
morir alguna vez, pero en estos sujetos la cosa es diferente.
Ellos han sido señalados para morir y sus vidas son un
continuo aplazamiento del momento en que se cumpla o cumplan
ellos mismos con el designio que se les ha fijado. ¿De dónde
sale que deben morir o que no les es lícito vivir una vida
común y corriente? ¿Quién los quiere muertos? Desde luego, una
agencia que está del lado de la madre, primera encarnación de
un Otro sin límites ni medida. El psicótico, lo vimos más
arriba, no resiste tan tremendo mandato y permanece “al lado
de la madre” como un trasto en el caso de los esquizofrénicos
o produciendo subjetividad descontroladamente con sus delirios
como en los paranoicos. El mandato o amenaza de muerte (Todesdrohung)
se da en todos aquellos sujetos que resisten de alguna manera
las apetencias de un Otro voraz e incolmable.
En rigor, lo que se les solicita no es
estrictamente que mueran, sino que se avengan a ser una cosa
de otro, lo cual es decodificado por el sujeto como un mandato
o amenaza de muerte. De hecho, Mishima fue separado de su
madre a los 50 días de nacido y entregado a una abuela que
padecía fortísimas jaquecas y pasaba muchos días recluida en
la penumbra con la sola compañía del bebé Mishima.
El tema de la belleza es explorado por Mishima
en El pabellón de oro, que, como las muñecas rusas,
contiene una réplica de sí mismo en su interior, en una de sus
salas, y es esta copia la que revela a Mizogushi la belleza
del templo. La belleza es aquí autosuficiencia y perfección
cuya pureza no debe contaminarse con nada exterior, pues el
templo ya se contiene a sí mismo, esto es, se
autoengendra. Su tóxica belleza excluye al sujeto y por
ello es que finalmente se convierte en aquello que nos
destruye o en aquello que hay que destruir para poder existir.
El templo, encarnación absoluta e idealizada de lo bello, no
admite la falta y ello fuerza la decisión del tartamudo
Mizogushi de incendiarlo. Lo bello, que en Wilde queda
domesticado y reducido a mero decorado que reproduce y refleja
la grandeza yoica, se convierte en Mishima en un punto de
vista inquietante y lo dice con estas palabras: “..cuando el
Pabellón de oro surgió en el absoluto de su eternidad, y yo
ya no vi las cosas más que a través de él, el mundo se
metamorfoseó...y en ese mundo de tal modo metamorfoseado, sólo
el Pabellón de oro conservaba su forma, guardaba la Belleza,
mientras todo el resto volvía al polvo” (citado por C.
Millot en La inteligencia de la perversión,
Piados, 1998)). Como todo ideal, el Pabellón parece cobrar
vida y anular al sujeto, el cual se ve compelido a entrar en
una lucha a muerte con él. Genera en el sujeto una lucha
interior desgarradora de devoción y odio sin solución. Como lo
dice él mismo: “Lo más terrible en la belleza no es que sea
espantosa, sino misteriosa. Allí Dios lucha con el diablo, y
el campo de batalla se encuentra en el corazón del hombre”.
La belleza enmascara la maldad de la Cosa, que
perturba la relación con la realidad, y dicha tensión deriva
en un enfrentamiento narcisista que se resuelve con una
muerte. En la novela, el monje Mizogushi logra esquivar la
propia muerte incendiando el templo. Su destino sacerdotal
señalado por el padre- quien consideraba al pabellón como lo
más bello del mundo- fue sustraído por su madre cuando, a la
muerte de éste, vende el puesto, interrumpiendo de tal modo la
trasmisión padre-hijo. La madre interviene luego sugiriendo a
Mizogushi que se haga amar por el sacerdote del templo para
heredarlo a su muerte. La belleza del pabellón, encarnación de
la madre, se vuelve venenosa por la doble traición de ésta.
Incendiarlo es, de algún modo, cometer matricidio y la única
manera de suprimir su poder afanísico. La decisión de
entregarlo al poder purificador de las llamas trae aparejada
una revelación que trasmuta la relación de Mizogushi con el
templo: el monje ahora entiende la índole de la belleza y su
íntima relación con lo que él llama “su inexistencia”. La
belleza no es sino armonía entre elementos que son en sí
mismos insignificantes, aun feos. El templo resulta ser, al
fin, una frase atravesada por la falta y el deseo. La belleza
tapa y oculta un más allá hecho de nada. Al límite mismo de su
acto de liberación, Mizogushi comprende su inutilidad, en
tanto que la iluminación respecto de la esencia de la belleza
hace cesar su carácter excluyente y persecutorio. Empero, su
liberación no impide que Mizogushi cometa su acto: subsiste el
temor frente al poder fascinante del templo y la destrucción
se le impone como un mandato.
Mishima eligió la salida suicida. En El sol
y el acero, redactado “al borde de la incomunicación”,
como Pavese, trata infructuosamente de explicar los caminos
que lo condujeron al suicidio, para él el único modo de poner
fin a la escisión “entre el espíritu y la carne” que lo apartó
del mundo común durante toda su vida.